500 Millas de Indianápolis

Fernando Alonso, a un paso de la gloria en la victoria de Takuma Sato

Fernando Alonso
Fernando Alonso en la Indy 500 (Getty)
Ignacio L. Albero

Era un novato subiendo L’Alpe D’Huez, el quarterback número 1 del draft en la Super Bowl, el primer día en la Universidad para un superdotado: Fernando Alonso, diminuto entre la inmensidad del Indianápolis Speedway. Nervios, experiencia exigua, y velocidad imparable. Una agonía constante en su motor, un acelerador al borde del colapso. Indy 500: un espectáculo de barras y estrellas.

Sólo el himno fue capaz de silenciar el bullicio por unos segundos: 400.000 almas alrededor del óvalo se colgaban la mano al pecho, en un cuadro que ni el de El Greco. Tras la exaltación patriota, apareció la salida lanzada, perfectamente metódica, con los primeros movimientos en cabeza. Scott Dixon se mantenía arriba, Rossi caía, y Fernando Alonso, apacible, timorato, se dejaba ir de la quinta a la novena.

Una jugada de genio, en medio de los nervios, buscando la paciencia que, como decía Santa Teresa, todo lo alcanza. Era el primer asalto de Ali, jugueteando con el rival, aguantando los golpes, tanteando los muros del óvalo. Se rehizo, golpeó sus guantes, entró al ring y, como un poseso, desatado, sacó al Django que lleva dentro. Disparó más rápido, desencadenado. Era el protagonista de una de Tarantino: sólo dejaba sangre.

Fernando Alonso, líder en la 37

Las primeras paradas aparecieron en la 29, en una imagen mucho más rudimentaria que la prestigiosa Fórmula 1. Seis mecánicos cambiando ruedas y repostando combustible. Entraron todos los gallos, con Fernando Alonso saliendo tercero. Se quitó a Dixon y luego a Rossi como el que se enciende un cigarrillo. Líder en la 37. Con un McLaren-Honda. Por primera vez. Leyenda.

Jugaron al gato y al ratón, Rossi y Fernando Alonso. Tú me adelantas, yo te adelanto. Era una persecución ciclista hacia meta, a relevos. Aparecieron los doblados, Fernando se cansó del tuya, mía y apretó para dejarle a 1,5 segundos por detrás. Entre tanto, Howard y, ojo, Dixon, uno de los favoritos, se la pegaban en un brutal accidente. Volando por los aires, partiendo su chasis en dos, tras golpearse primero en el muro. Fuera el poleman. Primera bandera amarilla… que se pintó de rojo.

Todo se paró, con los operarios reparando la valla a la velocidad que pide la pista. El cielo se cerraba, las nubes amenazaban: con lluvia no hay prueba… a no ser que 101 vueltas se hubieran completado. De ser así, el primero en cabeza sería el campeón. Sin límite de tiempo, y con la humedad en el aire, volvían a pista tras el coche de seguridad. A boxes todos, sin sobresaltos, con Alonso en el, todavía, superfluo liderato.

Comenzaba el baile, con un enjambre de bólidos por atrás, juntos y revueltos. Alguno rozaba la hierba, volantazos, movimientos a un lado y otro con los muros relamiéndose. La bandera amarilla era inminente: Conor Daly y Jack Harvey, fuera. Fernando Alonso volvía a hacer la del inicio, a lo Indurain: atacadme, que yo voy a ritmo. Se dejaba caer al cuarto… y la carrera se paraba.

En la 77 volvían todos a batalla con Fernando Alonso, esta vez, sin guardarse del acelerador. Se reencontró con Takuma Sato, viejo conocido de la Fórmula 1, y le pasó para quedarse en la tercera. Un apéndice aerodinámico saltaba del coche de Marco Andretti: otra bandera amarilla. Casi todos a boxes, en la 82. La carrera era de acordeón, una goma constante, sin tiempo para buscar ritmo.

La situación se enajenó en cabeza, una demencia más propia de la 120, ante una potencial lluvia final. Aquello parecía el Gabana Club a las 3 de la mañana: todos se pegaban, en milímetros, por el liderato. Castroneves volaba con su motor Chevrolet, Hunter-Reay se le pegaba, con Rossi y Alonso vigilantes. Llegaba la 101 y, aunque el cielo se teñía negro, no caían gotas.

Los doblados rompían un poco la cabeza, con pasos por boxes varios. Tras la locura en el pit lane, la carrera se dibujaba en un lienzo nuevo: Hunter-Reay, líder en solitario; Alexander Rossi, segundo, con Alonso pegado. Le pasaba, y en la lejanía, a 4 segundos, le esperaba la gloria. Quedaban 80 vueltas y, por cuarta vez, aparecían las banderas amarillas. Buddy Lazier besaba el muro que ya reventó a Bourdais. Otro safety. A esperar.

La acción se reanudó y, en dos vueltas, Fernando se vistió de veterano: pasada a los dos doblados a la vez, y a Hunter-Reay, líder, que no pudo parar a la mancha naranja, de espíritu azul. El color de su monoplaza brillaba en la oscuridad del cielo, la luz de la victoria se filtraba levemente en McLaren-Honda: la posibilidad de hacer historia era real.

Rotura en el motor Honda de Alonso

A Hunter-Reay le visitó el fantasma de Honda en forma de motor defectuoso: temblaban en el muro de McLaren. Petardazo y propulsor roto, cuando peleaba con Alonso y Rossi por la victoria. Se paró todo, como el repostaje del de Andretti: no le enganchó bien la manguera, calada en el motor, cayendo al 21º. Se relanzó, otra vez, la prueba, con Fernando perdido en el pelotón, décimo.

Fue una pelea en la nada, como con su McLaren de F1, sufriendo, a un lado y a otro. Serviá, más estratega, estaba en el octavo, por delante de él. La última parada dejaba a Fernando noveno, con 30 vueltas por delante, las últimas. Todo se iba a decidir en la pista. Y Alonso, en su aventura de la Indy, iba a necesitar sacar la magia que acostumbra en F1. Otro milagro. Otro imposible.

Y cuando faltaban 20 vueltas, peleando por todo, con todos, exprimiendo al máximo su Andretti anaranjado, su motor Honda volvió a sumergirse en su pesadilla de Fórmula 1. Se escuchó la rotura que tanto le amarga en las últimas temporadas, resquebrajando el rostro de todos aquellos que le siguen, incondicionales. Un final inmerecido, frío, trágico. Abandonó el circuito entre la ovación del público. Todos le seguían. Él no quería estar ni un minuto más allí.

La vida seguía en el óvalo, con Serviá dándose de codazos con todos, provocando un accidente múltiple, que ni la M30 en puente. Eran los coches locos compitiendo por la gloria: el himno español no iba a sonar en Indianápolis. Max Chilton era líder con Takuma Sato, un proyectil humano, buscándole el alerón trasero. Faltaban 11 vueltas… y le logró pasar, yéndose solo hacia delante. Nadie pudo le pudo superar. Primer japonés campeón de las 500 Millas de Indianápolis. Inteligente, carrerón, ambicioso. Con el motor Honda. En Andretti.

Así es la historia desdichada que acompaña a un talento, en su enésimo sueño roto. El eslogan nipón destrozado en su propio músculo, un motor, siempre el suyo, en bancarrota. Una pesadilla de seudónimo McLaren-Honda que, sea la competición que sea, lastra a Fernando Alonso, como un preso. La fiabilidad volvió a ser la misma que la del doctor Moriarty en Sherlock Holmes: siempre hay un engaño en forma de verdad.

Todo se fue apagando, creando un invierno, casi en pleno verano, para cualquier integrante que acompaña al asturiano. Fernando Alonso ya no estaba ahí, tal vez pensando en otro nuevo reto. Uno de los mejores pilotos de siempre vencido por su infortunio mecánico. Volverá, sí. Siempre vuelve, ascendiendo de las catacumbas que le esconden de la victoria. Con el temor, con dudas, con la esperanza de que, tal vez, en la Fórmula 1, o en dónde sea, lo mejor, todavía esté por llegar.

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