Agustín Martínez, escritor (Carmen Mola): «Nuestro pasado siempre nos encuentra»
El escritor presenta su nuevo libro, 'El Esplendor', un thriller psicológico que disecciona los mecanismos de la identidad, la doble moral y el poder
La identidad es una casa con muros de humo. Se habita en la mentira, se esconde en las rendijas de lo que queremos ser. El Esplendor, la nueva novela de Agustín Martínez, es un vertiginoso juego de espejos donde la ambición se confunde con la moral, y la verdad, con la niebla de lo que se pretende ocultar. La obra, envuelta en una atmósfera tan inquietante como refinada, nos traslada a las islas del canal de la Mancha, lugares de belleza abrumadora que esconden la cicatriz de los campos de concentración nazis. Herida profunda. Lacerante. Un decorado en el que el lujo y la barbarie se entretejen en una malla que atrapa a sus protagonistas y a los lectores por igual, con la duda de qué es qué y si alguien es quien dice ser.
Martínez, uno de los arquitectos tras el fenómeno Carmen Mola, firma aquí en solitario un thriller psicológico que entretiene y, además, disecciona los mecanismos de la identidad, la doble moral y el poder. Como en los universos de Kazuo Ishiguro o en las reflexiones de Paul Ricoeur, la pregunta que atraviesa la novela es la misma: ¿somos lo que decimos ser, o lo que callamos con más vehemencia?
La identidad es un palimpsesto, una escritura sobre escritura que nunca termina de fijarse. Kazuo Ishiguro nos ha mostrado en Los restos del día y Nunca me abandones que la memoria es frágil y que nuestra identidad se moldea tanto por lo que recordamos como por lo que elegimos olvidar. Paul Ricoeur, en su teoría del sí mismo narrativo, nos advierte que la identidad no es una esencia inmutable, sino una relación que construimos, una relación que podemos reescribir, tergiversar o incluso borrar. Pero, ¿hasta qué punto es posible reinventarse sin dejar rastro del pasado? La paradoja es que, por más que intentemos escapar de lo que fuimos, siempre queda una sombra, un eco en la piel, una grieta en la máscara. La identidad es, al final, la suma de nuestras mentiras y de nuestras verdades más incómodas.
Rebeca y César, los protagonistas, son figuras de humo en un teatro de apariencias; buscavidas disfrazados de triunfadores; impostores en un mundo en el que el éxito parece justificar cualquier medio; en un mundo de seres líquidos y eticas desdibujadas. Su ambición los lanza a un abismo en el que la moral se diluye y la identidad se convierte en moneda de cambio. Son modernos Ícaros, consumidos por su propio deseo de ascender. Agustín Martínez los pinta con una tensión contenida, sin moralismos, sin caer en el estereotipo del mal absoluto. Su retrato se sitúa en la misma línea que escribió Patricia Highsmith El talento de Mr. Ripley.
En El Esplendor, el mal no es grandilocuente, sino cotidiano, banal, como diría Hannah Arendt. Martínez se documentó en las tesis de Charles Taylor, explorando los vínculos entre la moral y el contexto histórico. Porque el pasado, en su novela, no es un telón de fondo: es un verdugo implacable. La ocupación nazi de Alderney se erige como un eco siniestro que recuerda que la historia no muere, sino que muta en otros disfraces, en otras perversidades. Y que, aunque huyamos, siempre nos encuentra.
La novela también se adentra en el trauma, en la imposibilidad de huir del pasado. Rebeca regresa de un viaje con el cuerpo roto y una mirada vacía. Sufre una crisis catatónica, un colapso del alma que la deja suspendida en el horror de lo que ha vivido. Martínez explora esta idea conectándola con los johatsus, esas personas en Japón que un día deciden evaporarse, desaparecer para reinventarse. ¿No es acaso lo mismo que hacemos todos, en menor escala? Cambiar de ciudad, de pareja, de amistades, de discursos; convertirnos en una versión nueva de nosotros mismos con la esperanza de borrar los fantasmas de lo que fuimos. Pero el pasado siempre nos busca, vuelve y nos mira de frente; o simplemente choca con nosotros y ahí lo tenemos, delante, desafiándonos, diciéndonos. En El Esplendor, lo hace con la ferocidad de un animal herido.
En este torbellino de imposturas, hay un personaje que resiste desde su aparente vulnerabilidad: Virginia. Es frágil y es fuerte. Es la clave de los secretos que buscan César y Rebeca. Como un espectro gótico en una casa de espectros reales, se convierte en el eje que une el pasado y el presente. En ella, como en toda la novela, la identidad no es un concepto fijo, sino una herida abierta.
Agustín Martínez demuestra con esta obra su maestría en la construcción del suspense. Quiso ser director de cine. Aquella era su idea. Su sueño de niño. Pero apareció Al salir de clase y descubrió que le gustaba mucho lo de escribir. Como guionista y showrunner, maneja el ritmo con precisión, arrastrando al lector sin respiro, con una tensión que no decae hasta la última página. Sus referentes literarios van cambiando. Le gustó Fernando Sábato; ahora Bioy Casares y casi cualquier obra de terror o género fantástico. Si busca un libro que le marcara, piensa en Héroes y tumbas, de Sabato y En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.
Ahora les dejo escuchándole sobre identidades; en ese juego que invita a mirar en el espejo con miedo, porque lo que devuelve no es lo que creemos ser, sino lo que intentamos olvidar, y (puestos a hablar de identidades) lo hacemos también sobre Carmen Mola, su nacimiento y su método de trabajo a seis manos, minucioso, metódico, pausado. Hasta dos o tres años de pensar y repensar hasta que el mapa está diseñado. Con ese poso y reposo se ha esculpido El Esplendor, una novela que invita a mirar en el espejo con algo de miedo, porque la imagen que devuelve no es lo parece haber ni lo que creemos ser, sino lo que intentamos olvidar.