Cinco años del 1-0

El misterio de las urnas chinas del 1-O: ¿de verdad el CNI no sabía dónde las escondían?

Cataluña referéndum urnas
Vicente Mateu
  • Vicente Mateu
  • Portadista en OKDIARIO. Anteriormente fui redactor jefe de Política, Sociedad y Cierre en EL MUNDO; asesor del Gabinete de la vicepresidenta del Gobierno y ministra de la Presidencia y Administración Territorial Soraya Sáenz de Santamaría; redactor de El Independiente... Y extremeño a mucha honra.

Es uno de los misterios insondables de aquel fatídico otoño de 2017: cómo unos servicios secretos fueron incapaces de detectar a miles de personas que se paseaban a lo largo y ancho de Cataluña para repartir 10.000 urnas por 2.243 colegios electorales. Cuando llegaron al almacén de las afueras de Perpiñán, en el sur de Francia, un mes antes del 1-O tras un largo viaje desde China, ocupaban nada menos que tres trailers. Aunque fuese en el sur de Francia -Catalunya Nord para los independentistas- resulta extraño que nadie cantara dónde estaba escondido el tesoro que el Gobierno español ansiaba descubrir a toda costa.

Pero en el operativo que trataba de impedir la operación, de que el polémico referéndum independentista no pudiera llevarse a cabo, literalmente no se enteraron de nada. O no quisieron enterarse, porque el misterio de las urnas que aparecieron de la nada no tiene más que dos explicaciones: o los agentes que las buscaban eran ciegos, sordos y bastante incompetentes o alguien no quiso que se encontraran.  A lo más que llegaron fue a impedir que las empresas existentes en España que podían fabricarlas aceptaran el encargo de la Generalitat.

Jordi Sánchez, por entonces presidente de la Asamblea Nacional Catalana y cabeza visible del independentismo, ha relatado a La Vanguardia que él fue el cerebro de la operación para conseguir las urnas, un encargo recibido directamente del fugado Puigdemont.

Pero a partir de ahí sólo se sabe -al menos públicamente- que alguien se encargó de pagar los 100.000 euros que costaron las urnas a la empresa china Smart Dragon Ballot Expert, con sede en Guangzhou. Curiosamente el Gobierno de Pekín tampoco se enteró de nada pese a que en este país nada se mueve sin su consentimiento. El costo fue de 110.000 euros que abonó alguien de su propio bolsillo, al que a estas alturas ya han regresado vía donaciones.

Hubo otra partida de urnas fabricadas en España y que nunca se llegaron a utilizar. Su coste fue de 66.000 euros. Eran una reserva estratégica por si la operación en China fracasaba. Se encargaron a dos empresas que no sabían cuál era su destino ya que cada una se encargaba de una parte, una del contenedor y otra de la tapa.

Las autoridades francesas tampoco detectaron los contenedores que arribaron al puerto de Marsella en julio de aquel año procedentes de China. Mejor dicho, sí las detectaron y preguntaron al remitente del cargamento para qué quería aquellas 10.000 urnas. Se sabe que su respuesta fue que eran para levantar «el castillo de plástico más grande del mundo para homenajear a una colla castellera, las agrupaciones de los famosos castellers que levantan espectaculares torres humanas, según se recoge en el libro Operació urnes de Laia Vicens y Xavi Tedó.

Pero los franceses, por lo visto, se creyeron tan curiosa explicación y les dieron vía libre. Se escondieron en un almacén de las afueras de Perpiñán y desde allí al parecer fueron sólo 8 personas las que se encargaron posteriormente de trasladarlas a otros tantos almacenes repartidos por Cataluña. En este local aún se guardan urnas que se conservaron a modo de reserva.

Y, por lo visto, tampoco en esta ocasión, a falta de pocas semanas para la celebración del referéndum, nadie detectó nada raro cuando ocho cargamentos de miles de urnas cruzaron la frontera española. Se supone que las urnas eran un objetivo primordial para las Fuerzas de Seguridad, aunque en ese momento la operació aún era cosa de un reducido grupo de personas. Sin embargo, los conocedores de este dispositivo independentista aseguran que al menos dos de los implicados formaban parte del aparato de ERC.

A partir de ahí, el número de implicados creció hasta al menos 40 personas, entre los que se distribuyeron las 10.000 urnas. Es decir, el secreto ya no era tal… pero nadie se fue de la lengua, por lo visto. Un éxito espectacular, sin duda, de la ley del silencio independentista.

Tres días antes del referéndum, aún se podrían haber descubierto, al menos en parte, cuando las urnas se repartieron entre miles de voluntarios cuya misión era distribuirlas entre los casi 2.500 puntos de votación. Según el relato de Jordi Sánchez, muchos de ellos eran alcaldes y concejales, la mayoría de ERC. La clave fue la creación de una estructura piramidal en la que apenas había cabos sueltos. Especialmente relevante es que en el Govern prácticamente nadie sabía nada. Sólo les decían que todo estaba arreglado y sólo Puigdemont pudo ver una de las urnas en el maletero de un coche y enviar un hombre de su confianza al sur de Francia para comprobar que el cargamento procedente de China era real.

Pero tampoco nadie se fue de la lengua y el Gobierno de Mariano Rajoy tuvo que asumir el hecho de que las papeletas que tampoco fue capaz de requisar -salvo en algunos casos- tenían donde depositarse… y no era en cajas de cartón improvisadas. La imagen fue demoledora, la imagen del fracaso de los servicios secretos españoles.

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