Psicología

Las 5 frases que te decían tus padres y por las que ahora tienes la autoestima por los suelos

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Blanca Espada

De niños, todo puede llegar a marcarnos marca más de lo que los adultos imaginan. Una palabra, un gesto o incluso una mirada pueden quedarse grabados sin que nadie lo note. Lo que para un padre o una madre es un comentario sin más, para un niño puede convertirse en una verdad que no se olvida. Y con el tiempo, esas frases se transforman en una voz interna que nos sigue a todas partes: a veces nos impulsa, pero otras nos hace dudar de nuestro propio valor y autoestima.

Quizá te suene eso de «eres un despistado», «no haces nada bien» o «mira cómo lo hace tu hermano». Cosas que se dicen sin maldar, pero que, escuchados una y otra vez, terminan por calar. La psicóloga Sylvie Pérez, colaboradora de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la UOC, lo resume con claridad: «antes de que exista la autoestima, se forma el autoconcepto, la idea de quién soy”». Si ese autoconcepto se construye sobre críticas o etiquetas, difícilmente crecerá una autoestima sólida después. Y ahí está el problema. Porque no se trata sólo de lo que nos decían, sino de cómo nos hacía sentir. Las comparaciones, las bromas hirientes o la falta de reconocimiento moldean la forma en que aprendemos a vernos. Sin quererlo, muchos padres repiten frases que se quedan para siempre y que pueden llegar a afectar a nuestra autoestima al ser mayores. En concreto, estas cinco:

«Eres un desastre» o «Eres un despistado»

Cuando a un niño le repiten una y otra vez que es un desastre o que nunca hace nada bien, no entiende que se trata de un fallo puntual. Lo que acaba creyendo es que él mismo es el fallo. Esa etiqueta se le queda pegada y crece con ella, hasta que termina por asumirse como parte de su identidad. Ya de adultos, muchos siguen arrastrando esa exigencia constante, esa sensación de que todo lo que hacen podría estar mal. Viven en guardia, temiendo equivocarse, porque nunca aprendieron que cometer errores no te define, solo te enseña.

«Mira cómo lo hace tu hermano»

Las comparaciones entre hermanos, compañeros o amigos han sido una constante en muchas familias. Con buena intención, los padres intentaban motivar, pero el efecto era justo el contrario. Cuando a un niño se le mide siempre en función de los demás, aprende a valorarse solo por comparación. En la edad adulta, eso se traduce en una búsqueda constante de aprobación externa: el éxito ajeno se convierte en amenaza, y los logros propios nunca parecen suficientes. Crecer comparado es crecer sintiendo que uno nunca alcanza la medida esperada.

«Los niños no lloran» o «No es para tanto»

Cuando a un niño se le dice que no llore o que está exagerando, lo que realmente aprende no es a calmarse, sino a esconder lo que siente. Cree que sus emociones no importan o que mostrarlas es algo vergonzoso. Y así, poco a poco, empieza a tragarse la rabia, la tristeza o el miedo. Muchos adultos arrastran eso sin darse cuenta: no saben cómo expresar lo que sienten porque de pequeños les enseñaron a callarlo. El problema es que sentir no es el enemigo. La verdadera fortaleza no está en aguantarlo todo, sino en poder reconocer lo que uno siente y no avergonzarse por ello. Aceptar todas las emociones, también las que duelen, es lo que de verdad nos permite crecer seguros y con una autoestima más sana.

«Deja, ya lo hago yo»

A primera vista, puede parecer un gesto de ayuda o cariño, pero cuando se repite demasiado, el mensaje que transmite es demoledor: «tú no puedes». A los niños hay que dejarles intentar, equivocarse y aprender a su ritmo. Si cada vez que se enfrentan a una tarea los adultos la hacen por ellos, crecen con la sensación de que no son capaces de hacer las cosas solos. En la vida adulta, eso se traduce en inseguridad constante, en miedo a asumir responsabilidades o en la creencia de que siempre habrá alguien que lo haga mejor. Aprender implica equivocarse, y si se les priva de ese espacio, se les roba también la confianza en sí mismos.

«Siempre te equivocas» o «Nunca haces nada bien»

Decirle a un niño que siempre se equivoca o que nunca hace nada bien puede parecer una forma de llamar su atención, pero lo que en realidad escucha es otra cosa: que él es el error tal y como ocurre con la primera frase antes analizada. Y eso se queda. No distingue que fue algo puntual, lo toma como una verdad sobre quién es. Con los años, ese mensaje se mete tan hondo que se vuelve una forma de mirarse: cada vez que falla, lo confirma; cada vez que acierta, lo minimiza, como si no contara.

Lo triste es que muchas veces esas palabras salían sin mala intención, como una forma de desahogo o de corrección. Pero terminan siendo como una losa. De adultos, quienes crecieron así suelen arrastrar la sensación de que nada de lo que hacen es suficiente, aunque los demás digan lo contrario. Y ahí, sin darse cuenta, es donde empieza a tambalearse la autoestima.

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