Vox será antisistema o no será
La salida de Vox de los cinco gobiernos autonómicos ha abierto la puerta a un interesante debate que suele darse en todas las formaciones minoritarias en algún momento de su existencia. El dilema al que se enfrenta todo partido minoritario cuando tiene ocasión de gobernar consiste en elegir entre la llamada ética de las convicciones y la llamada ética de la responsabilidad. La primera de las éticas antepone las convicciones al pragmatismo de la política real que, entre otros sacrificios, conlleva aparcar su programa de máximos. La ética de las convicciones conduce a una formación radical, antisistema y fundamentalista cuyo principal objetivo es la guerra cultural o la batalla de las ideas. Lo importante es hacerse oír, convencer, permear la sociedad, agrietar poco a poco el sistema sin llegar a componendas.
La ética de la responsabilidad, por el contrario, lleva a participar en política y avanzar gradualmente a costa de aparcar los maximalismos. Se trata de un dilema al que se enfrentan todos los partidos cuando se enfrentan por primera vez a la posibilidad de gobernar. Ocurrió con el PSM y EU-EV en 1995 cuando tuvieron la oportunidad de entrar en el gobierno de un Consell de Mallorca (1995-1999) presidido por una Maria Antònia Munar que sólo tenía dos consejeros de 33. PSIB y UM habían llegado a un acuerdo para desalojar al PP (16 consejeros) para el que necesitaban los votos de PSM y EU-EV. No le faltó a Munar cierta dosis de sadismo para humillar a pesemeros y verdes, haciéndoles tragar sapos tan grandes como la incineradora y burlarse de su inocencia perdida.
Años más tarde Podemos se vio en una tesitura parecida (2015-2019) y no fueron pocas las discusiones para decidir si tenían que formar parte del Govern de Francina Armengol o limitarse a apoyarlo externamente. Decidieron apoyarlo desde fuera y en la siguiente legislatura se integraron en el Govern de la inquera para alivio de ésta.
La tensión entre fundamentalistas y pragmáticos, como vemos, es una etapa más a superar en todas las formaciones minoritarias cuando se hacen mayores de edad. Los fundamentalistas prefieren no ensuciarse si tienen que gobernar en virtud de un programa electoral ajeno, sabedores que todo poder corrompe siendo la corrupción ideológica la mayor de todas ellas. Si gobernar significa hacerlo con las ideas de otros, ¿para qué gobernar? ¿Acaso tiene sentido ocupar el poder por el simple hecho de ocuparlo? Es más, los fundamentalistas son reacios a entrar porque saben que una vez se entra en el sistema, difícilmente se sale de él. Los pragmáticos, por el contrario, esgrimen que no tiene sentido dedicarse a la política sin entrar en la sala de máquinas del poder donde sí pueden cambiarse las cosas, aunque les conduzca a transigir demasiado. El dilema suele resolverse adoptando una posición intermedia pero la tensión entre extremos nunca desaparece del todo.
Tampoco puede vaticinarse a ciencia cierta qué opción es la más conveniente en términos de eficiencia electoral a medio plazo. Ciudadanos y Podemos gozaron de un inmenso poder en los gobiernos y terminaron desapareciendo. Ni la gestión del poder por sí misma da votos ni el agit-prop tiene por qué quitarlos. No hay fórmulas infalibles. Ahora bien, aquella fuerza que, estando en el poder o en la oposición, es capaz de reafirmarse en sus banderas, mantenerlas intactas y pelearlas, tiene todas las de ganar a medio y largo plazo.
Cuando irrumpe en la política española, Vox pretende destruir (democráticamente) un sistema putrefacto. El manifiesto de las clases medias de Enrique de Diego era un buen punto de partida para inspirarse. «Nadie que pueda valerse por sí mismo ha de vivir del esfuerzo de los demás; ninguna idea puede servir, por aparente que sea su moralidad, de coartada para lucrarse, con dinero estatal, de los otros», rezan los dos principios sobre los que se funda el Manifiesto. Las medidas del Manifiesto, una de las fuentes de inspiración originales de Vox, eran, entre otras, erradicar el totalitarismo educativo mediante la puesta inmediata del cheque escolar a las familias, prohibir cualquier impuesto progresivo, abolir toda penalización al derecho de herencia, suprimir la financiación a partidos, sindicatos patronales, fundaciones y oenegés, suprimir ayudas al cine y a la cultura, constitucionalizar el equilibrio cero, drástica reducción a la mitad del sector político y eliminar cualquier privilegio de carácter funcionarial, privatizar las empresas estatales y perseguir los oligopolios o eliminar las concesiones administrativas a los medios de comunicación.
Estas contundentes medidas eran parte de la respuesta a un diagnóstico demoledor de un sistema podrido al servicio de los dos grandes partidos y los nacionalistas. El tiempo daría la razón al Manifiesto: todas las medidas de regeneración prometidas por el Partido Popular quedarían en saco rato, de ahí la necesidad de un partido netamente liberal-conservador a la derecha del centro-reformismo del PP. El PP era el problema, no la solución.
El sistema, con sus pactos de Estado, con su pacto autonómico y sus permanentes cesiones, con su modelo electoral diseñado para beneficiar a PP, PSOE y los nacionalistas, con su consenso socialdemócrata, con su corrección política, con su ursulina Von der Layen, con su regularización de la inmigración ilegal, con su corrupción masiva, con su partitocracia extractiva, con su monstruosa deuda pública, con su secta pedagógica dirigiendo la enseñanza, con su gasto improductivo galopante, con su sumisión a Bruselas, con su mentira histórica, con su burla a la separación de poderes, con su gigantismo administrativo, con su ideología de género, no es sólo obra del PSOE, es obra también del PP y de los nacionalistas vascos y catalanes. Son las tres patas en las que se ha apoyado el régimen del 78 para llevarnos a la dantesca situación actual de la que Pedro Sánchez sólo es su excrecencia mejor lograda. Contra todo esto nació Vox. Se trataba de un desafío gigante, heroico, para empezar a decir en público lo que los demás partidos callaban o se atrevían a decir en privado, como pasa en todos los regímenes en descomposición en los que su último sostén es la mentira institucionalizada.
Vox nació para aniquilar este sistema putrefacto, no para apuntalarlo, blindarlo o legitimarlo. Para esto ya tenemos a «nuestro PP» (que diría cariñosamente el director de Última Hora, Miquel Serra), el partido más de Estado, más institucional, más autonomista y más leguleyo (adora la ley escrita) de todo el arco parlamentario. Vox no nació para ser el mayordomo del Partido Popular, recoger los votos que se dejaba a su derecha, encauzarlos en el sistema y permitir gobernar a los populares con las políticas progresistas de siempre a cambio de algunas consejerías de segunda. Esto sí que sería el principio del fin de Vox, una traición a sus principios fundacionales. Para esto, que gobiernen los indolentes populares o mejor los socialistas contra los cuales siempre viviremos mejor.
Otra cosa muy distinta sería gobernar codo con codo con un PP contrito, dispuesto a regenerarse, inteligente (interpretando los vientos de fronda europeos) y leal, que hubiera aprendido de sus pecados capitales (diagnosticados en el Manifiesto referido) y que tuviera un propósito de enmienda proporcional al mal que ha ocasionado como parte de la casta política. Los de Abascal podrían entenderse con este hipotético PP, uno que se dejara permear por el ideario de Vox, un ideario en gran parte compartido por las clases medias y trabajadoras de su electorado, bastante más escoradas hacia la derecha y el sentido común que los dirigentes cuya principal divisa sigue siendo el miedo atroz a perder la respetabilidad de las huestes progresistas. No caerá esa breva. No son complejos, es miedo y falta de convicciones liberal-conservadoras, las mismas que tiró por la ventana sin inmutarse Mariano Rajoy en 2008, capital Valencia. Desde entonces los centro-reformistas no han dejado de pactarlo todo con el PSOE, sin una sola propuesta nuclear que desbaratara los privilegios de la casta, menguara el poder omnímodo del Estado o contrariara a socialistas y nacionalistas. Mismos objetivos, intereses contrapuestos. Cambiarlo todo en apariencia (la alternancia) para no cambiar nada en el fondo (la alternativa). El sistema ha alcanzado tal nivel de podredumbre que ni siquiera parece ahora tolerar la mera alternancia entre PP y PSOE.
Así las cosas, a Vox no le queda otra opción. Es su vocación, su destino, su esencia y su único modo posible de supervivencia. O será antisistema o no será. Nació antisistema y si muere pronto, como algunos no se cansan de profetizar, le esperará un bel morir, digno, sublime, satisfecho de haber hecho lo que tenía que hacer.
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