Valls, perplejo entre ausentes
El episodio es de sobra conocido. Barcelona, noche del día de Reyes; el escritor al que acaban de conceder el Premio Josep Pla lanza en su discurso de recogida una soflama antiespañola. En una de las mesas, el candidato a la alcaldía Manuel Valls, francés nacido en Barcelona, muestra su indignación. Su perplejidad es doble, significativamente doble. El dirigente no sólo reacciona airadamente contra la retórica golpista del galardonado, que acaba de decir –lo ha oído todo el mundo– que siente tristeza y rabia por vivir en el país en el que vive. Y no sólo eso, además, muestra su contrariedad por el hecho de que nadie diga nada, de que haya tenido que ser él, un recién llegado, quien ponga el grito en el cielo. Que el resto de comensales, en fin, sigan a lo suyo, resignados, en el mejor de los casos, a que el nacionalismo se enseñoree de lo que le venga en gana, ya sea un certamen literario, una cabalgata de Reyes, un partido de fútbol o un concierto en el Palau de la Música. De eso hablamos cuando hablamos de hegemonía, un asunto, por cierto, del que se ocupa con hondura Rafa Latorre en su magnífico Habrá que jurar que todo esto ha ocurrido (La Esfera de los Libros), un libro que les recomiendo vivamente.
Como ya sabrán a estas alturas, Valls no se detuvo ahí. Antes de abandonar el salón recordó a Artur Mas, el gran evadido, su capital responsabilidad en la crisis por que atraviesa Cataluña, y reprochó a Teresa Cunillera su aquiescencia por defecto, casi normativa, con quienes, los días 6 y 7 de septiembre, trataron de situar en un limbo de excepcionalidad a más de la mitad de la población catalana, legislando sin ambages contra sus más elementales derechos. Desde algunas tribunas, a Valls se le ha recriminado que insista en proclamarse catalanista, una condición que, en su caso, se ciñe por entero al constitucionalismo, pues lejos de aludir a ningún falso agravio, invoca la necesidad de reafirmar los consensos de la Transición.
Nominalismos al margen, lo que no nadie puede decir de Valls es que no es un político de una pieza, inscrito en la mejor tradición republicana de nuestro país vecino, y cuyo talante conciliador no sólo no está reñido con la inflexibilidad ante quienes tratan de escarnecer el Estado de Derecho, sino que es indisociable de ella. Por lo demás, su valerosa actitud en el Nadal ha tenido la virtud de sacar a flote el código de silencio que rige en Cataluña en eso que da en llamarse el mundillo cultural. Yo misma he sufrido esa clase de achique, tan característico (¡tan diferencial!) de Cataluña, en más de una ocasión.
Recuerdo especialmente un Sant Jordi en el Speakeasy, en la velada que organiza la edición catalana de El Mundo, acompañada de Rosa Díez. Teníamos por delante la campaña de las elecciones europeas y UPyD, partido en el que militaba entonces, tenía buenas perspectivas. ¿Han visto alguna vez un rompehielos? Esa imagen de las placas heladas abriéndose al paso del navío, esa vara de Moises abriendo las aguas… Bien, menos grandeza y poesía acarreaba mi sensación de avanzar con la líder magenta, mientras la gente, toda la gente, se echaba a un lado como tratando de evitar el roce con el mal.
El único intercambio humano fueron las duras palabras que dirigió Díez al socialista Ferran Mascarell, al que le afeó que se hubiera pasado al bando de quienes querían dividir a España. Es saludable que el candidato Valls sea tan asertivo, pero difícil lo tiene con una cultureta que, en su mayoría, ha jugado durante años a una calculada ambigüedad o a una decidida colaboración con lo más primario de Cataluña. Y no se atisba aún ningún cambio. Va a depender de quién administre el presupuesto. Será divertido.