Traición en Nueva Granada
La relación de España con los países de Hispanoamérica, en los doscientos años que se han cumplido desde la independencia de la mayoría de ellos, no siempre ha sido estable ni homogénea, pero nunca había estado tan lejos de la realidad histórica, social y cultural como a donde la han llevado de manera tendenciosa los progresistas de aquí y de allí.
Generalmente, las raíces, la lengua y la identidad cultural, tradicional y religiosa se sobreponían de forma natural a las divergencias. Tanto a nivel de país y de sociedad como de persona o de familia, hemos sentido mutuamente el apoyo y auxilio más cercano. Así se explican los constantes movimientos migratorios que se han producido en ambas direcciones. Y, sin embargo, esa relación de hermandad, que era real y provechosa, y no sólo una referencia nominal y algo cursi, a los progresistas y populistas ya no les vale. Han decidido de forma artificiosa dar por bueno el relato de la leyenda negra de la conquista y administración española, y el de la exitosa, justa e ilustrada liberación bolivariana frente al oscurantismo y la criminal explotación de la Monarquía hispana.
¡Pero es justo al revés! La historiografía rigurosa y objetiva, que paradójicamente es muchas veces la de los autores ingleses, recoge y valora la tremenda obra militar, política y social que realizó España, que no escatimó en la hazaña recursos humanos y técnicos, comprometiendo, entre otras cosas, el desarrollo demográfico de la metrópolis. Por el contrario, la administración de esos países desde que se independizaron está llena de sombras y, salvo raras excepciones, no han logrado un desarrollo humano y económico que alcance a toda su población y que no agrave las diferencias sociales. Por no hablar del tan traído genocidio de la población indígena, que, a diferencia de lo que pasó en otras potencias, en los territorios de la católica Corona española siempre se prohibió, siendo muy residual en sus colonias. De hecho, las exterminadoras guerras indias se produjeron en países como Argentina, México o Chile años después de que consiguieran su independencia.
Por tanto, no es que no haya que pedir perdón porque sea extemporáneo y absurdo el revisionismo de actos ocurridos en épocas pretéritas, es que hay que declarar alto y claro que España nunca impulsó comportamientos vejatorios con la población autóctona, a la que reconoció los mismos derechos y otorgó la misma condición de súbditos de la Corona. Para cualquier español y, más que ninguno, para los que ocupan las más altas magistraturas, debería ser obligatorio combatir explícitamente el relato denigratorio, venga de quién venga y sea donde sea el lugar que se manifieste. Y más en estos momentos en los que los dirigentes populistas hispanoamericanos están institucionalizando, por un lado, e intentando por otro que se filtre en la población, una disposición emocional de resentimiento y odio hacia España y hacia nuestra historia común.
Sin embargo, Pedro Sánchez ha hecho suyas en su reciente viaje a Colombia las figuraciones de sus socios de gobierno y de investidura y, por acción u omisión, permite que ultrajen la historia, el honor y la dignidad de nuestro país en la persona de nuestra más alta representación, que es el Rey Felipe VI. En este año, en el que debiéramos lucir con orgullo la efeméride de la primera circunnavegación, de la que se cumplen 500 años, Sánchez opta por consentir los desplantes de todos los que nos odian y nos insultan. No hay justificación en la cortesía o en el conveniente apoyo a las relaciones comerciales y diplomáticas, porque, como decía el dramaturgo Pierre Corneille, «cuanto más bondadosamente tratamos a quien nos odia, más armas le damos para que nos traicione».
Ni siquiera Rodríguez Zapatero llegó a tanto, y al menos desaprobó verbal y gestualmente a Chávez el día del «por qué no te callas» del Rey Juan Carlos (al que, por otro lado, debemos reconocer el gran papel de acercamiento que realizó con todos los países de la comunidad hispanoamericana). Pero Sánchez está ya en otro nivel; para él es una traición más, como la de los indultos de los golpistas catalanes, como la de las concesiones a los presos etarras o como la inexplicable rendición ante Marruecos. Fue John le Carré el que dijo que «la traición es, en gran medida, una cuestión de hábito».
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