El Estado y los impuestos

Toma el dinero y corre

El presidente Sánchez ha ensuciado las cuentas públicas pese a los recursos obtenidos

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La llegada implacable de la pandemia, que en España se despreció de modo irresponsable para que las señoras que formaban parte del Gobierno celebraran desatadamente el día de la mujer y la conquista, al parecer urgente, de más derechos sociales, sumió al país en una profunda crisis. Probablemente, pasada la fecha mítica, varios ministros y dirigentes de comunidades autónomas entraron en pánico sin interés lucrativo alguno para allegar el máximo de recursos sanitarios ignorando el obligado control administrativo sobre el mercado negro generado en río revuelto.

Pero hoy sabemos que otros muchos, partícipes del propio Ejecutivo que nos confinó contra la Constitución, o en sus aledaños, se apresuraron a no dejar pasar la oportunidad de enriquecerse ilícitamente y hacer su particular agosto. Suele pasar cuando la calidad intelectual de quienes ocupan el poder está hundida sin remedio, y la falta de escrúpulos, más la sensación de impunidad, se traslada aguas abajo y florecen personajes primarios y siniestros que envenenan la sana devoción por el marisco, aunque por fortuna todavía no han contaminado la leyenda del dry martini, el trago largo más puro jamás inventado.

El gran Sánchez aprovechó la ocasión para entronizar la importancia y el papel estelar del sector público en aquellas filípicas insoportables que teníamos que soportar un día si y otro también en busca de un hálito de esperanza y donde sólo hallamos verborrea caraqueña. En todo caso, la insistencia en el activismo siempre acaba dando resultados, de modo que un país ya entregado al subsidio acabó reforzando su opinión sobre la trascendencia del Estado de cara a lograr el bienestar común y extender al tiempo su sospecha en torno a la empresa privada y quienes la gobiernan con criterio.

La máquina de fabricar dinero

Pero un estado sin recursos es como un dry martini sin el debido twist de limón, de manera que, primero los bancos centrales, después la Comisión Europea, y finalmente los gobiernos se apresuraron a engrasar la máquina de fabricar dinero, o de extraerlo coactivamente, en el caso de la cohorte ‘sanchista’, para paliar el encadenamiento de dos sucesos tan  desgraciados como el virus y la guerra provocada por la invasión de Ucrania por Rusia.

El Banco Central Europeo ha comprado bonos públicos españoles a un ritmo de hasta 120.000 millones por año, Bruselas nos ha suministrado más 100.000 millones en fondos que todavía arrastran los pies a la hora de ser transmitidos con rapidez y eficiencia a las empresas, evidenciando la incuria gestora de quienes dirigen la nación, y luego el Ejecutivo ha emprendido desde hace tres años el mayor ejercicio de agresión fiscal que se recuerda contra el sector privado, subiendo los impuestos y las cuotas sociales, así como inventando con descaro tributos de nueva generación para castigar a la banca y las eléctricas, a sabiendas de que son la clase de empresas denostada con argumentos ridículos por una gran parte de la opinión pública.

Los liberales estamos convencidos de que sólo hay un momento en el que la interferencia oficial en los mercados tiene un cierto sentido. Es cuando acontecimientos tan insólitos como extraordinarios impiden el normal discurrir de la actividad económica, con la agravante de provocar el hundimiento del PIB, la explosión de la inflación y el descalabro de las cuentas públicas. El peligro, sin embargo, de una intromisión puntual en el libre mercado es que con frecuencia no sólo se dirige a ayudar a quienes quedan sin cobertura a la intemperie, sino a aquellos que bien podrían afrontar la crisis por sus propios medios. También, que suele acabar convirtiéndose en un apoyo permanente, con carácter estructural.

Yolanda Díaz y José Luis Escrivá
Díaz y Escrivá, toma el dinero y corre con más impuestos a las empresas y subsidios injustificados.

En España, el Gobierno de Sánchez ha aprovechado la oportunidad para intensificar los subsidios, el volumen de la población asistida y la masa de gente cada vez más agradecida y cautiva de los poderes públicos, de los que depende una existencia no digo que regalada de exuberancias y de gambas de Huelva, pero lo suficientemente asequible, e incluso ampliable en rendimiento con alguna que otra incursión en la economía irregular y el fraude fiscal a pequeña escala.

La consecuencia es que la abundancia de recursos públicos obtenidos ha aumentado el tamaño del Estado hasta extremos asfixiantes, descuidando la progresiva reducción de los desequilibrios económicos. El moderado crecimiento del PIB sólo se sostiene por el aumento espectacular del consumo público y del crecimiento desordenado del número de funcionarios mientras la inversión tanto en bienes de equipo como en construcción sigue estando notoriamente por debajo de los niveles anteriores a la pandemia.

El ejercicio de dirigismo político en pos de un Estado salvador, la suerte de ogro filantrópico del que hablaba Octavio Paz, ha corrompido la moral cívica, fomentando el apetito atávico por ingresar en la Administración, al tiempo que ha extendido la mala imagen sobre la empresa privada, que es la clave de bóveda de todo país que ambicione una posición de cierta relevancia en el orden mundial. Es un suceso inevitable si nada menos que el presidente del Gobierno, el señor Sánchez, dedica buena parte de sus intervenciones a denostar a los empresarios que ganan mucho dinero, no se resignan a pasar por las horcas caudinas de la Agencia Tributaria, se plantean la mudanza hacia terrenos fiscalmente menos hostiles o forman parte de los estigmatizados -la banca y las eléctricas- con el regocijo general de un pueblo ignaro pasto de la envidia y del resentimiento.

Aunque la banca es el corazón del sistema, el que riega la planta económica y le suministra la financiación imprescindible para que florezca vigorosa, el Gobierno ha decidido castigarla con un impuesto injusto y feroz sobre unos presuntos beneficios extraordinarios imaginarios, olvidando los prolongados tiempos sombríos en los que los tipos de interés estaban incluso por debajo de cero y el margen de intermediación del sector agonizaba sin que nadie haya escuchado queja alguna de su parte. Las compañías eléctricas -tremendamente reguladas-, que han tenido que soportar igualmente épocas ayunas de rendimientos normales, son también objeto de la diana ‘sanchista’ no sólo por voracidad fiscal, sino por una causa más espuria: minar su reputación con el objetivo de someterlas al dictado del gran mandarín.

Como el Gobierno está apoyado por personas incluso menos ilustradas y más revanchistas que el presidente, la comunista Díaz está empeñada en convertir estos impuestos fantasiosos aunque punitivos en permanentes. Primero con la intención de herir aún más el prestigio de los líderes del Ibex; después para poder seguir gastando a espuertas sin atender los requerimientos de austeridad de Bruselas, que acaba de restablecer los corsés fiscales para normalizar la situación de las cuentas públicas y detener la inclinación inexorable, en particular del socialismo español, por el despilfarro público a cargo de las ganancias de los demás.

Ignoro si esta manera desviada de apropiarse de los recursos públicos, bien ingresándolos en la cuenta personal -como sucede con el episodio de corrupción pandémica que envuelve al Partido Socialista-, bien malogrando los principales activos de una nación bajo la bota aplastante de unos impuestos crecientes, terminará por entrañar alguna clase de coste electoral.

Sólo se me ocurre decir que, en lo que al menos se refiere al ‘caso Ábalos’, que fluye por derroteros todavía impredecibles, estamos hablando de enriquecimientos particulares, no tanto del robo legendariamente socialista. Ese que consiste en que el pueblo llano o la militancia participen del latrocinio, aunque en lugar de la cigala les toque una tortilla de camarón. Presumo que verse privado hasta de las migajas no casa bien con la codicia peronista/socialista de pastar en el botín y después otorgar la bula consumando la infamia.

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