Tengo un amigo que es verdulero
Y se levanta todos los días a las tres y media de la mañana para recoger en el Mercado Central las mejores legumbres, frutas y verduras para sus exigentes clientes de la sierra. Tiene el sentido común de un Nobel de Bioquímica; tanto que reconoce que a veces lo pierde, cosa que no suele admitir ni el más diletante de los llamados influyentes (¿qué es eso de influencer?) de la modernidad. Pues bien, mi amigo me decía hace unas fechas: «Llego a casa muy tarde, pero aún me da tiempo para pelearme con mi hija que me ha salido de Sánchez, ¡fíjate qué fracaso personal! Veo el Telediario, porque aún tiendo a la 1, y el otro día salió éste (o sea, Sánchez) y me sorprendí a mí mismo tirándole un zapato a la televisión».
«Así de crudo», se confiesa y me añade: «Luego pensé: Ricardo tú eres idiota, tu rabia a este hombre te va a costar un televisor nuevo; ¡imbécil, ¡qué culpa tiene el aparato de que ahí aparezca este mentiroso!». Mi amigo no abjura de su dedicación profesional, de su oficio menestral, de la verdulería y la frutería, pero le fastidia que muchos de nosotros, los escribidores de periódicos, o los voceros de las radios y televisiones califiquemos los rifirrafes parlamentarios de ahora mismo con el denostador: «Son riñas de verduleras». «Nosotros -dice- nos llevamos mejor cuando perseguimos el mejor producto».
En ocasiones, en estas charlas del aperitivo de fin de semana, los aparentes mejor informados empleamos un tiempecito, no mucho, la verdad, en recordar que lo que sucede últimamente en las Cortes Generales ni es nuevo ni preocupante. Y utilizamos varios ejemplos pedagógicos: por ahí fuera, una sesión del Bundestag alemán en la que un diputado de Die Linke (la izquierda procedente de la RDA soviética) le arreó un zurriagazo a un correspondiente democristiano, llamándole «mariquita resabiado»; en España, una reyerta entre un socialista y un conservador de Gil Robles en el Parlamento de la República cuando el primero reveló que su enemigo -así le consideraba él- era un cursi afeminado que «usaba calzoncillos con puntillas», ante lo cual el aludido reveló que no sabía que «su señora fuera tan indiscreta»; un tercer episodio ocurrido ya en la reciente Transición cuando Guerra acusó a la UCD de ser cómplice del delincuente ex propietario de la Rumasa confiscada, Ruiz Mateos. El portavoz centrista, Miguel Herrero, hizo acopio de su peor humor lácteo, más agrio aún que el vítreo, y le contestó: «Conocíamos su habitual y frenético desparpajo, pero no teníamos noticias de su enorme analfabetismo; usted, señor Guerra, de esto tampoco sabe nada».
Tampoco vale la pena traer otros episodios que ponen más que en solfa la embustera superioridad moral de la izquierda, sobre todo de la sedicente española, siempre a punto de meter capones de suficiencia a sus oponentes. ¿Para qué traer a colación cómo el admirado y templado socialista Indalecio Prieto, sacó en las Cortes una pistola para amenazar a sus contrarios? ¿Para qué rememorar cómo la guerrillera de tres al cuarto (ella siempre estuvo en la retaguardia) Pasionaria espetó a Calvo Sotelo que «éste es su último discurso aquí» (al día siguiente le mataron) ¿Quizá se ha quedado obsoleto aquel tremendo alegato de Pablo Iglesias, el tipógrafo fundador del PSOE, advirtiendo que la derecha «se merece un atentado»? ¡Bah! Éso ahora no guarda importancia histórica ni para mi verdulero preferido (sus ofertas vienen de la Ribera navarra, así que para qué vamos a hablar) ni, desde luego, para esa presidenta eternamente enfadadita que atiende por Meritxell Batet, o para su segundo de a bordo, De Celis o apellido así, al que le ofende que los diputados denominen graciosamente «filoterroristas» a los que han sido, lisa y llanamente terroristas.
El problema no es lo que se dice en las Cortes, sino lo que hace en las Cortes. Esta semana el nuevo sofoco infumable de la Ley Trans, un bodrio que termina con los fundamentos de la Naturaleza, esos que, sin ir más lejos, propenden a que un hombre fecunde con su ágil y solitario espermetozoide a millones de ovocitos circulando libres por el cuerpo de las féminas. La Ley que perpetran Montero y su socio, estamos hablando, claro, de Sánchez Castejón, convierte a los los niños en ejecutivos de su propio cuerpo, al punto de que, si se arrepienten de lo que pudo ser sólo un capricho pueril, nunca podrán remendarlo en vida. Esto es lo que ahora se tilda del «nuevo feminismo», una tiranía tan malvada como el comunismo de Stalin, o de los asesinos como Maduro y Daniel Ortega. Esto es lo que se hace en las Cortes, donde una mayoría, apoyada por un partido vergonzante como el PNV que sólo se sienta ahí para dejar exangüe la teta del Estado, apoya la designación de un juez que lleva treinta años sin dictar un sola sentencia, como magistrado del Constitucional, convirtiéndose así en el único magistrado que antes de cocinero fue fraile en el Poder Judicial y en el Ejecutivo.
Esto es lo que se hace en las Cortes generales para oprobio del país entero. Mi amigo verdulero que acumula más sentido común que todos los leninistas de Podemos juntos, no pierde detalle de todo lo que pasa en nuestra vida pública y se irrita sobremanera cuando la crecida Calviño, hija del mayor manipulador que haya gobernado nuestra televisión hasta llegar a ésta Sánchez, goce y se chulee ante las cámaras por la bajada de la inflación: «Es mentira -clama mi amigo el verdulero-, estoy vendiendo el aceite al cuarenta por ciento más caro que el año pasado, las acelgas al cinco por ciento, las naranjas al diez y la verdura de Navidad al treinta por ciento más».
«¿Sabes -me añade- a cuánto está la borraja, pues a cinco euros, el doble que hace 12 meses». Estas gentes, como mi amigo el verdulero, son los que en definitiva van a mover el voto en los próximos meses. Son tan juiciosos que sufren de una cierta alarma, porque, por ejemplo, han empezado a dudar de que el triunfo de la derecha sea irreversible. «No me fío en absoluto -denuncia mi amigo- hablo con colegas y tienen miedo a que este tipo, mentira tras mentira, siga en el poder». Su recelo está basado en la realidad. El «a por todas» con el que amenazó Sánchez Castejón apenas derrotado estrepitosamente en Andalucía, no era un amago voluntarista; no, ni mucho menos, se ha demostrado ser un aviso de que iba a utilizar, como los está utilizando, todos los resortes, legales o no, lícitos o no, morales o no, verdaderos o falaces, para impedir la victoria de sus rivales. Por eso, a millones de votantes, como mi amigo, no les llega la camisa al cuerpo. Esa televisión, las cadenas aherrojadas por Sánchez y sus secuaces, y los medios tibios y mediopensionistas de la buchaca, han conseguido que mi amigo, circunspecto y ocurrente verdulero, se despida de nosotros antes de ir a despachar níscalos, de esta guisa: «Cuando éstos cogen el poder no hay forma de echarlos». Da gusto conversar con personas tan sesudas. Mi amigo Ricardo el gran verdulero de la sierra entre ellos.