Soy catalán. Soy provinciano

Soy catalán. Soy provinciano

Este verano tuve el placer de recibir en mi tierra a unos amigos extremeños. Les invité a cenar a un restaurante de la Costa Brava y, mientras esperábamos a pedir los magníficos productos que florecen en mi autonomía, me sentí un provinciano: la camarera hablaba un castellano defectuoso y casi ni sabía indicarnos el nombre de los platos en español. El problema, les expliqué a mis amigos, es que mi precioso territorio, bañado por el Mediterráneo y privilegiado con un sol maravilloso, fomenta que sus ciudadanos, en ocasiones, eludan las normas básicas de cortesía que requiere el turismo y el lenguaje.

Es obvio que si hubiésemos visitado el Paseo de Gracia de Barcelona los tenderos nos hubiesen atendido en castellano —o muchos otros idiomas— ya que las tiendas y restaurantes apuestan por empleados políglotas y educados. Los hoteles, necesitados de resultados económicos, valoran el inglés como idioma natural. Sin embargo, al funcionariado se le valora -y obliga- el conocimiento del catalán y a los empresarios se les subvenciona el uso de una sola de las dos lenguas cooficiales de Cataluña. Solo hace falta mirar la cartelera teatral de Madrid y compararla con la de Barcelona: en Cataluña todas las compañías de teatro son monolingües. Y no es por casualidad. La Generalidad subvenciona exclusivamente el teatro en catalán. La inmersión lingüística está provocando el provincianismo de un territorio que fue -y es- cuna de la intelectualidad mientras Madrid se esforzaba en promover la movida.

El problema es cada día más acuciante. Sin embargo, Ada Colau lejos de abordarlo y asumir que ya es hora de que coexistamos en igualdad de condiciones los castellanoparlantes y los catalanoparlantes, se centra en jugar al gato y al ratón. En estos momentos, el debate -en clave municipal barcelonesa- se estructura en saber si Ada Colau asistirá a la manifestación del Onze de Septembre. En los últimos días en las redacciones de los diarios catalanes sólo se hace esa pregunta. El año anterior, mi alcaldesa no asistió dada la cercanía de las elecciones. Por eso este año, sin cita electoral a la vista, la antigua activista y actual política Ada Colau, buscará su baño de masas en una Diada deslucida y sin ciudadanos, hartos ya de un debate —el del independentismo— que saben que tienen perdido de antemano. ¿Es este un debate necesario? La verdad es que no. Una ciudad debe promover la bonanza de sus ciudadanos y compaginarla con la obtención de ingresos, que en el caso de Barcelona provienen del turismo. Pero mi alcaldesa decidió congelar la inversión de grandes hosteleros y sus grandes debates se han centrado en si quitar a los manteros de la calle o si las fiestas en uno u otro barrio son o no viables.

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Nací catalán y me crié en la matriz del antinacionalismo, aunque mis amigos sean votantes de unos y otros partidos. Mi alcaldesa reclama “más diálogo y menos Tribunal Constitucional” a vueltas con la investigación que ha iniciado el Alto Tribunal sobre la Mesa del Parlamento. El discurso de los nacionalistas se ha reinventado y mantienen que “la realidad se tuerce y es la política quien debe resolverlo, no el Tribunal Constitucional”. Mientras tanto yo me seguiré sintiendo provinciano cuando reciba a mis amigos del resto de España y viajaré a Madrid a disfrutar de su cartelera de teatro.

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