Sectarismo estructural

Sectarismo estructural

Estrafalaria foto la de Pedro Sánchez, nuestro jefe de Gobierno, con un presidente autonómico que luce simbología, perdonen la contundencia, golpista. ¿Acaso el presidente no sabe lo que representa el lacito de las narices? En Cataluña lo tenemos que aguantar en farolas, guardarraíles de carreteras y autopistas, puentes, pintado en pasos de peatones, ¡hasta en la arena de las playas! ¿Tenemos que verlo también “normalizado” en La Moncloa? Y es que al nacionalismo se le perdona todo. Como lo avala la izquierda, está exento de peajes. Éste es un síndrome de Estocolmo que comparten “casi todos”, incluido el PP. Y, claro, el presidente de mi comunidad, Quim Torra, y puesto que se lo permiten, no ha perdido ocasión en proclamar que no aflojará en el empeño de que Cataluña sea una república. Queramos los demás lo que queramos. Valiéndose de una épica mitad guevariana, mitad de espumillón, con el ‘no ens aturarem’ —no nos detendremos— como punta de lanza,  el primer xenófobo de la región se ha sacudido la cautela que los jueces impusieron a Junqueras, Forcadell y compañía, para darse el gusto chulear a España.

Así, y sólo en los últimos días, 1) ha tildado al Estado de dictadura en un foro internacional, 2) ha secundado la resolución parlamentaria promovida por la CUP que declara vigentes “los objetivos de la resolución del 9 de noviembre sobre el inicio del proceso político en Cataluña” y 3) como ya anticipamos en esta misma columna la semana pasada, se ha puesto al frente de una manifestación ante la cárcel de Lledoners, avalando, de este modo, los escraches a los centros penitenciarios donde se hallan internos los dirigentes independentistas. Escrachando sus propias cárceles con la disociación cognitiva que caracteriza al secesionismo. Que quede claro que no estamos únicamente ante un ejercicio de retórica. El procés, de hecho, no ha sido más que el intento de convertir un rosario de declaraciones y actos simbólicos —no necesariamente violentos en el sentido que comúnmente se da a la palabra, pero tampoco faltos de violencia institucional— en un escenario real.

En el muy recomendable ‘El golpe posmoderno’, de Daniel Gascón, hay una cita de Lluís Bassets que explica ejemplarmente esta triquiñuela —‘astucia’, en palabras de Artur Mas—: “Toda la historia del proceso independentista responde al mismo mecanismo, el de un doble tablero […]. Cuando conviene se trata de realizar gestos meramente simbólicos, consultas no vinculantes o procesos participativos sin más valor que el de una consulta. Pero en caso de contar con suficiente participación y buen resultado se intenta traducir símbolos en hechos. Ahí han ido avanzando, sigilosamente, en un gradualismo rupturista con el que querían llegar hasta la secesión”. Pues bien, Pedro Sánchez, que no aceptaría gallinas franquistas en el ojal, no tiene empacho en aceptar algo a su mismo nivel porque lo lleva un nacionalista.

El gran problema de este país es que el PSOE coincide con el nacionalprogresismo en su hispanofobia. La de Torra es ontológica; la de Sánchez, sectarismo estructural.  Obviamente, lo que éste considera una fase de distensión entre el Gobierno central y Cataluña —según la terminología empleada por Iceta, que excluye del foro a quienes estamos contra la independencia, entre ellos, sin ir más lejos,  a sí mismo—; lo que Sánchez, en suma, trata de vendernos como un gesto en la buena dirección —aquel ‘talante’ de infausta memoria—, es en verdad un balón de oxígeno para un proceso que, gracias al Estado y a la sociedad civil, se hallaba en vía muerta. Son las cosas del socialismo hispano que, como todo lo sectariamente estructural, no cambia.

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