Sánchez y los ‘ilustrísimos’ etarras

Sánchez etarras
  • Pedro Corral
  • Escritor, historiador y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

Ilustrísimo o ilustrísima es el tratamiento protocolario que tradicionalmente tienen los concejales de los ayuntamientos en España. La RAE define que dicho tratamiento se concede «en razón de su cargo o dignidad». Ya ven por dónde voy. El cargo, elecciones mediante y si nadie lo remedia con la Ley de Partidos en la mano, puede que lo obtengan los etarras condenados que se presentan en las listas municipales de Bildu. La dignidad ya es otra cosa.

Dignidad, y también coraje, tenían los candidatos a concejales en el País Vasco y Navarra al presentarse en las listas de AP, UCD, PSOE, PP o UPN sabiendo que se jugaban la vida por hacerlo. Centenares de ediles decidieron correr el riesgo antes que ceder ante los criminales que los señalaban, los seguían o los asesinaban, algunos de los cuales eran sus propios vecinos.

Concejales que daban la cara por sus pueblos y ciudades, para que tuvieran las calles limpias, los jardines cuidados, la basura recogida a la hora, los colegios para los chavales en condiciones, las pistas de deporte arregladas, la piscina pública con socorrista, el autobús puntual… Pero, sobre todo, que daban la cara ante la dictadura de ETA y sus cómplices para que no les arrebataran ni un milímetro más de libertad, en lugares donde no ser nacionalista era una sentencia firme para ser asesinado, perseguido, hostigado, silenciado o desterrado.

Esa combinación admirable de los concejales constitucionalistas en los municipios vascos y navarros, entre la vocación de servicio al vecino de a pie de calle y el compromiso de servir a España y al Estado de derecho en tierras hostiles a la libertad, la democracia y a todo lo español, ha sido siempre una lección imborrable para los que hemos tenido el privilegio de ser concejales.

En las dos ocasiones en que he jurado mi cargo en el Ayuntamiento de Madrid, mi pensamiento estaba en el recuerdo del ejemplo de todos y cada uno de ellos, y en la responsabilidad que entrañaba asumir una representación de los ciudadanos que había costado la vida a cerca de una treintena, dentro y fuera del País Vasco: Gregorio Ordóñez, Miguel Ángel Blanco, José Luis Caso, José Ignacio Iruretagoyena, Jesús Mari Pedrosa, Isaías Carrasco, Froilán Elespe, Juan Priede, Manuel Zamarreño, Manuel Indiano, Tomás Caballero, Alberto Jiménez-Becerril y su mujer… Medio millar de concejales del País Vasco necesitó vivir con escolta por ejercer sus derechos y deberes como cargos democráticos.

Al asesinarlos, ETA buscaba cortar de raíz esa ligadura democrática que los hacía representantes de centenares o millares de personas que habían depositado en ellos su confianza, también a modo de resistencia frente a la dictadura criminal. Ese hachazo sangriento contra los concejales constitucionalistas era también su forma de someter a cuantos les habían elegido como portavoces de sus ideas y sus esperanzas en medio de la omertà, para que centenares, millares de personas no tuvieran voz ni presencia ni vida en sus pueblos y ciudades. El resultado es que las elecciones en aquella parte de España estuvieron, y seguirán estando, adulteradas por la violencia ejercida contra una parte de los candidatos y los electores.

La presencia de etarras en las listas de Bildu que ha denunciado Covite, la asociación de víctimas presidida por Consuelo Ordóñez, hermana del candidato del PP a la Alcaldía de San Sebastián asesinado por Txapote, es el mismo mensaje de sometimiento, humillación y miedo.

Ahora Bildu da marcha atrás supuestamente, prometiendo la renuncia al acta de los siete candidatos condenados por asesinato, tres como autores materiales y cuatro como cómplices. Lo hace para intentar aflojar la presión sobre su socio Sánchez y no cerrar el camino hacia una segunda entrega del Gobierno Frankenstein, pero esos siete etarras siguen en la lista y serán votados.

A la vez mantiene a los 37 restantes, condenados por su vinculación con el mismo entramado gansteril de ETA, cuyo dominio de terror ayudaban a mantener junto a los que apretaban el gatillo o accionaban el coche bomba. Unos cometían los delitos de sangre y otros el delito sangrante de flanquearlos con el mismo entusiasmo en sus propósitos criminales.
Como la propia presidenta de Covite ha denunciado, «los pistoleros están en las listas porque están orgullosos de haber matado». Sin embargo, esperan que Sánchez siga manteniendo con ellos el trato preferente en «la dirección del Estado» que les ha otorgado. Sánchez se lo ha brindado creyéndose su propio cuento: que Bildu puede estar al volante de la gobernabilidad de España porque ya no actúa bajo la sombra de ETA.

Todos hemos visto a diario las pruebas irrefutables que demuestran lo contrario, y las listas electorales son la última de ellas. Hasta el propio Sánchez reconoció esta realidad al dar su pésame a Bildu desde la tribuna del Senado por el suicidio de un etarra en la cárcel.

El asunto de las listas ha hecho caer la tramoya del pacto de Sánchez con Otegi para mostrar a las claras una parte del precio político pagado: blanquear la historia sanguinaria de la banda terrorista, incluso extendiendo al primer Gobierno del PSOE la proyección del franquismo y el mito de la ETA buena para deslegitimar la Transición y lo que sigue, tal y como acordaron para sacar adelante la Ley de Memoria Democrática.

Habrá que ver qué nueva tramoya levanta Sánchez de aquí a diciembre para justificar lo que siempre ha sido injustificable. Ante los ojos de los españoles ha quedado ya al descubierto el truco para que, sin mediar arrepentimiento ni perdón ni condena de los fines y los medios del terrorismo, se eleve a la categoría de ilustrísimos a los etarras que, con el mismo dedo con el que señalaron, persiguieron, hostigaron o apretaron el gatillo contra sus vecinos, quizás lleguen a pulsar el botón de la votación en los plenos municipales.

El lector me concederá que parafrasee a Thomas de Quincey para declarar con toda gravedad que España no puede ser un lugar en el que se permita, en nombre de la democracia, que uno empiece por asesinar a un vecino y termine por votar en un Pleno aumentar las tasas del cementerio municipal donde está la tumba de su víctima.

Por supuesto, es mucho más que eso lo que está en juego en términos de respeto a los principios más básicos de humanidad y de convivencia democrática. Por la justicia, por la dignidad, por la verdad y por la memoria de las víctimas, no lo permitamos.

Si estos etarras condenados quieren servir de verdad a sus vecinos, que empiecen por colaborar en el esclarecimiento de los 379 asesinatos cometidos por ETA que están aún sin resolver. Y que les vote Txapote.

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