Sánchez, el chico de la playa
Si a alguien no le interesan unas terceras elecciones es, paradójicamente, al único que las puede provocar, ese Pedro Sánchez instalado en un ‘No’ infantil que es más para Susana Díaz que para Mariano Rajoy: en un escenario de repetición electoral, tras dos derrotas consecutivas y un congreso inminente para dirimir una batalla interna por el liderazgo, la posibilidad de que el actual candidato lo fuera de nuevo son parecidas a las que tuvo en tiempos Torrebruno por fichar de pívot de Los Ángeles Lakers. Y en el caso de que le dejaran sería sólo para verle dimitir a continuación tras su tercera y última hecatombe.
La única manera que Sánchez tiene de seguir en el Congreso para desde ahí pelear con el resto por encabezar al PSOE –que se lo plantee y además tenga opciones lo dice todo del estado de salud en el partido- es, pues, evitar la repetición de unas Elecciones que supondrían un fraude moral y quizá hasta legal: la disolución de las Cámaras y la convocatoria anticipada de comicios por tercera vez en menos de un año está más cerca de la estafa que del estricto cumplimiento del artículo 99.5 de la Constitución, que reserva tal posibilidad para “circunstancias extraordinarias” entre las cuales no figura, sin duda, la incapacidad de los actores políticos para entenderse en lo sustantivo toda vez que la era de las mayorías absolutas ha tocado a su fin y que no entenderlo equivale a prolongar un bucle infinito de visitas a las urnas obviamente inviable.
Es como si, tras una lesión en pleno partido que obliga a parar el juego, el equipo en posesión de la pelota la echa fuera para que atiendan al jugador dañado y al reanudarse no le devuelven el balón diciéndole que al rival ni agua: nadie, salvo los muy hooligans, cree a estas alturas que Felipe González se ha hecho del PP y es menos del PSOE por defender, simplemente, que el menos malo de los aspirantes a la presidencia pueda ejercer de tal en unas condiciones por lo demás diabólicas.
Sánchez, en definitiva, prolonga la batalla interna del PSOE en un tablero colectivo ajeno a esos intereses gremiales, sirviéndose de su puesto institucional para consolidar sus opciones personales y colocando sus obligaciones colectivas por debajo de sus expectativas individuales, en una paradoja sonrojante que puede resumirse en pocas palabras: para sobrevivir necesita que Rajoy sea presidente, pero espera a la vez que lo logre sin su apoyo.
Intenta desesperadamente que se lo brinde el PNV o la antigua Convergencia (ese partido vetado por el propio PSOE que junto a Bildu, ERC y tal vez hasta el PNV debieran quedar al margen de cualquier cálculo aritmético de cualquier aspirante a gobernar España) o, si no llega con eso, que lo haga el propio PSOE por imposición de sus detractores internos para presentarles luego antes sus militantes, en la batalla congresual, como la muleta del PP que él se negó a ser.
El PSOE de Sánchez se abstendrá, en el último minuto sea éste el 1 de septiembre o tras las Elecciones Vascas, sin pedir la cabeza de Rajoy a cambio pues la suya tendría que ir en la misma bandeja; y las razones que alegará en ese instante ya estaban vigentes en diciembre y lo están aún más claras desde junio, cuando el elector decidió con su voto castigar a quien quiso ser presidente sin merecerlo y premiar a quien tuvo que serlo aun con el peor resultado de la historia para un inquilino de La Moncloa.
Esa evidencia democrática explica la actitud de Rivera, por cierto, que a diferencia de Sánchez siempre logra el protagonismo construyendo castillos en la arena y no derribándolos entre voces y a patadas.
Si en el pasado reciente Sánchez estuvo dispuesto a todo con tal de lograr en el despacho lo que no obtuvo en el campo –de ahí su absurdo empeño en acudir a una investidura con sólo 90 diputados y su solemne apelación a una transversalidad ridícula con Ciudadanos y Podemos mucho menos presentable que la suya propia con C´s y el PP- ahora lo está para un reto de menor dimensión pero idéntico interés personal: conservar el puesto en el Parlamento y a ser posible en el partido, sumido en una crisis sin precedentes que ahora maquilla el impasse institucional pero que detonará con estrépito cuando el país se ponga en marcha.
El “No es no” del secretario general socialista y de su guardia pretoriana, completado por un silencio táctico igual de lamentable de sus detractores internos con más galones, es en realidad un “Sí pero que no se note” que no varía el resultado pero juega con los plazos hasta un punto extenuante en el que los profundos problemas de España y sus perentorias necesidades contrastan con la frívola imagen de un señor bronceado que no sale de la playa del bloqueo no sea que, como el púber Sting que debutó en el cine con Quadrophenia, el chico molón de la fiesta sea en realidad el botones del hotel de la costa.