Sánchez: anatomía de un hundimiento

Sánchez: anatomía de un hundimiento
Diego Buenosvinos

Pedro Sánchez no gobierna, declama. Declama desde el púlpito de la Moncloa como un Nerón con fotocopiadora. Ha convertido España en un reality show institucional donde la política se resume en ego, plasma y propaganda. El hombre que llegó prometiendo regeneración ha terminado cercado, no ya por la oposición, sino por su propio espejo, que le devuelve cada mañana el rostro de un superviviente del naufragio moral.

Hoy el presidente comparece, pero no comparece: se esconde tras cartas a la ciudadanía escritas con la pluma del victimismo, mientras la realidad, esa señora tan poco socialista, se cuela por las rendijas de los telediarios. Su mujer, Begoña Gómez, objeto de cuatro investigaciones judiciales. Su hermano, David S. Castejón, sujeto de escándalos laborales que huelen a enchufe y a ópera bufa. El fiscal general, Álvaro García Ortiz, más interesado en proteger al régimen que en defender el Estado. Y mientras tanto, España entera con el alma en un puño y el bolsillo agujereado -no se llega a fin de mes-.

En economía, Sánchez pasará a la historia como el hombre que dilapidó los fondos europeos entre palabrería y favores autonómicos. La deuda pública se ha desbocado como un caballo loco en un corral de subsidios. El país vive de prestado, como un adolescente al que le han dado una tarjeta de crédito sin límite. La inflación late todavía en el carrito del supermercado y los jóvenes no se emancipan: se exilian.

Y luego está Puigdemont, ese convidado de piedra que ha pasado de prófugo a Príncipe de Waterloo porque -recuerden- el 20% de nuestra pasta para Cataluña. Y es que, nunca en la historia de España, un presidente había arrojado tanta dignidad nacional por el sumidero del tacticismo. La amnistía no es un gesto político: es un cheque en blanco firmado con el sudor de la Constitución. Por siete votos, Sánchez se ha tragado no ya las líneas rojas de la democracia, sino su propio discurso, sus propias promesas.

¿Dónde quedó el temple de Felipe González, el hombre que modernizó un país saliendo del gris de la dictadura hacia la Europa de los trenes, las autovías y las libertades? González supo pactar sin humillarse. Sánchez, en cambio, se humilla para poder pactar. No negocia: se rinde. No lidera: improvisa.

Y como el esperpento necesitara coros, aparece Zapatero, ese Houdini del escapismo, para justificar lo injustificable. ¿Por qué lo hace? ¿Por lealtad ideológica? ¿Por despecho? ¿Por vanidad? Nadie lo sabe. Pero allí está, justificando indultos, minimizando causas judiciales y envolviendo a Sánchez en una bandera progresista que cada día parece más una sábana sucia.

Y por si pudiera parecer que tocamos techo, no. España se apagó —literalmente— y Sánchez ni parpadeó, nos recitó como en pandemia, pero crecido: dos charlas seguidas porque no encontraba 15 gigavatios. El reciente corte de luz, que dejó al país sin suministro eléctrico, no fue sólo un fallo técnico: fue el retrato en negativo de un país gestionado a base de amiguismo. Al frente de Red Eléctrica -con apellido España-, una vieja conocida de presidentes, en plural: Beatriz Corredor. Socialista de carné, amiga del poder y colocada a dedo con sueldo de ejecutiva suiza, que en lugar de garantizar la estabilidad del sistema se dedica a engrosar consejos y sonreír en entrevistas, como si no va con ella.

España no se muere, pero se duerme. Se duerme en una siesta cínica, como esas tardes eternas de agosto, donde nada importa y todo se descompone. Pedro Sánchez, el presidente de la autoayuda institucional, pasará a la historia —si es que no la reescribe antes— como el peor presidente de la democracia: por maldad y por vacío. Porque lo suyo no es ideología, es ambición: un narcisismo tan feroz que ha convertido la nación en una extensión de su perfil público.

Y mientras tanto, la historia nos espera. La historia, que no perdona, que no olvida, que siempre acaba dictando sentencia.

Lo último en Opinión

Últimas noticias