Saber perder

urnas pueblo
  • Pedro Corral
  • Escritor, investigador de la Guerra Civil y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

En nuestra ya lejana infancia íbamos los sábados al colegio a jugar en diversas competiciones deportivas entre las clases de cada curso. Era, puede imaginarlo el lector, el día más esperado. Toda la semana se nos pasaba comentando en los recreos el inminente partido, como una interminable previa a que acostumbran hoy los programas deportivos.

El capitán del equipo de fútbol de nuestra clase, la A, era un fortísimo chaval, como el Eudes de El pequeño Nicolás, que ya en el tercer curso, en una confusa jugada en el área, poblada por otros cien chicos, bajo la nube de polvo que del campo de tierra se levantaba como en una estampida de ñus, me dio un punterazo que me descarnó la espinilla izquierda hasta el hueso. Cicatriz que más de medio siglo después conservo intacta y tan bien identificable como una pista de aterrizaje en la selva.

Nuestro capitán era el que decidía la alineación, y ya saben cómo eran estas cosas: cuanto mejor jugabas, más adelante; cuanto peor, más atrás. Y ahí estaba yo, en la defensa, con otro trío formidable, junto al cual contribuí aceleradamente a la madurez humana de nuestro guardameta en lo que a enfrentarse a los golpes o a los goles de la vida respecta.

No se me ha olvidado aquel sábado radiante, de plena primavera, con las moreras rebosantes de hojas nuevas a la espera de la cosecha para nuestros gusanos de seda. Teníamos un partido contra la D, choque que habíamos esperado con suma tensión en los días anteriores. El desenlace fue el que por aquella época entonarían Les Luthiers: «¡Perdimos! ¡Perdimos! ¡Perdimos otra vez!».

A pesar de la derrota, que además fue abultada, del orden de 7 a 0 me parece recordar, o incluso más, aquel mediodía volví feliz a casa. Tanto es así que en la comida me preguntaron mis hermanos si es que habíamos ganado el partido. Les respondí que no, que habíamos perdido y además por goleada. Me inquirieron entonces cuál era el motivo de mi contento ante tan humillante derrota. «Es que me ha tocado cubrir al que más goles ha metido», dije sincera y absurdamente orgulloso.

La carcajada de mis numerosos hermanos aún resuena jovialmente en mi recuerdo. Tenían razón en partirse de risa ante mi insólita afirmación. Estoy viendo a mi buen padre, sentado delante de mí, mirándome con cierta perplejidad, apenas esbozada en media sonrisa… Pienso ahora que quizás quiso entenderme, quizás recordó los versos de If de Kipling sobre la impostura tanto del triunfo como de la derrota, quizás dudó de que yo supiera distinguir entre uno y otra…

He tenido en política, en mi campo de actuación, grandes adversarios, de los cuales puedo decir también que me he sentido orgulloso de rivalizar con ellos. Todos hemos ganado y perdido en lides electorales. Con algunos he compartido las noches del recuento en el colegio electoral, y hemos terminado, fuera cual fuera el resultado, con un apretón de manos. Nos ha unido siempre, por encima de todo, la satisfacción del buen desarrollo de la jornada en que nuestros vecinos acuden a las urnas a tomar parte en el futuro de nuestro distrito, nuestra ciudad, nuestra comunidad, nuestra España de todos.

Las urnas son la expresión de la voluntad del pueblo que se gobierna a sí mismo, de la nación que decide libre y pacíficamente su destino. ¿Acaso se ha olvidado algo tan básico? Ni en el triunfo de unos ni en la derrota de otros hay impostura, como si fueran a significar algo distinto a lo que significan, como algunos a veces pretenden interpretar. Es el momento de la verdad, porque la fiesta de la democracia, como suele decirse, no es más que la fiesta de la verdad de los electores, más allá de la burbuja en que pueda estar aislado el dirigente político con sus encuestas sazonadas y sus aplausos enlatados.

Lo que es impostura es insultar a los electores porque no han votado como uno hubiera querido. Achacar a los votantes ser simples marionetas controladas por los hilos de grupos económicos y mediáticos con oscuros intereses. Inhabilitar la crítica y la contestación a tu poder como parte de una conspiración contra la democracia, igual que declarar la ilegitimidad de todo aquello que suponga una alternativa a tu gobierno y a tus aliados. Y, finalmente, fijar una convocatoria electoral en condiciones tales que sean los electores quienes paguen tu miedo preventivo ante el veredicto de las urnas.

Todo eso forma parte de la impostura de quien, en el fondo, se cree infalible, insustituible y hasta intocable. Las urnas no son el test al que el poder somete a los ciudadanos, porque eso sería un test de vasallaje. Son el test al que los ciudadanos someten al poder, y unas veces se aprueba y otras no. Lo que es insólito es que haya quien, después de no superar el examen, le eche la culpa al examinador.

Lo último en Opinión

Últimas noticias