El reloj del referéndum
Hay un aspecto inequívoco que subyace a la compleja red de pasiones que se ha establecido en derredor del mal llamado referéndum del uno de octubre y de toda su cohorte de proactivos comparsistas. Una cuestión que aborda la legalidad del proceso y detiene el reloj de la historia justo donde quieren los independentistas, pero no donde el sentido común debería de actuar. Me refiero a que el referéndum, tarde o temprano, tendrá que hacerse. Uno real, con garantías y tutela estatal. De la misma manera que en Quebec o en Escocia se hizo, respetando la legalidad vigente y no mediante torticeras y totalitarias prácticas que ponen en solfa la misma legitimidad de una institución, el Parlament, que ha quedado manchado por la irresponsabilidad preclara de unos líderes políticos sin altura ni catadura.
En un futuro no muy lejano, España necesitará un presidente del Gobierno con la grandeza de miras precisa para ajustarse al minutero de los tiempos, ese que marca la adecuación legal e institucional a una realidad social. Hacer normal en la ley lo que es normal en la calle ¿recuerdan? El futuro proceso de referéndum, legal y pactado, vendría sujeto a una serie de consideraciones sin las cuales todo desarrollo sería inviable y, tal que ahora, nos llevaría a profundas divisiones y alteraciones del orden social y político establecido. Serían éstas:
1) Las preguntas se formularían con el plácet del Gobierno central y no desde la autonomía que quiere impulsar la secesión. Preguntas inequívocas sobre si el pueblo catalán quiere la independencia o no, tal y como se hizo en el referéndum de Escocia. Y se impondría un porcentaje mínimo por el cual se consideraría un proceso de separación de un territorio.
2) Se abriría a continuación un proceso vigilado y tutelado en la que ambas partes informarían a la población catalana de las consecuencias —también las causas— que llevan a la independencia y lo que sucedería si ésta se consigue. Una información transparente, con el uso libre de los medios públicos que deberán ser ecuánimes en el uso y transmisión de la misma, sin intoxicaciones, injerencias o manipulaciones.
3) Se procedería a votar con las garantías democráticas pertinentes.
Pero intuyo que nada de esto sucederá. Con la experiencia de Quebec como marco, un resultado adverso en un referéndum pactado y con condiciones refrendadas por ambas partes sólo demoraría la deriva radical del independentismo. Si en Quebec no tardaron ni diez años en volver a plantear de nuevo la demanda ciudadana, amparándose en un cambio de contexto social, en Cataluña este período podría acortarse, dadas las vicisitudes de algunos dirigentes extremistas dispuestos a inmolarse por la causa.
Pero en toda esta pantomima victimista hay algo en donde los independentistas sí han ganado: el lenguaje. Se ha generado un marco discursivo mal utilizado por quienes no admiten el referéndum resumido en ese mantra de “queremos seguir siendo catalanes, españoles y europeos”. En primer lugar, no aporta nada como significante, ya que un eslabón es consecuencia del siguiente. Y en segundo lugar porque deja todo un espacio de compromiso emocional y sentimental a la contraparte. El mensaje tendría que haberse centrado en un nuevo marco sobre la elección entre libertades y prosperidad o sobre convertir a Cataluña en una nueva Kosovo, más aislada, menos importante y sobre todo, más pobre. Porque sin dinero no hay Arcadia dorada.
Sin pensiones que pague el Estado español ni mercados que financien su deuda no hay aventura utópica que defender. Sin recursos públicos para pagar nóminas a todos los funcionarios de la nueva República catalana, en un paisaje mísero progresivo, no hay sueño cumplido. Atizar al populismo allá donde más le duele: en las emociones retrocedidas. Esto es lo que no hacen los defensores de los valores de unidad y defensa de la legalidad en Cataluña, sometidos a la corriente políticamente correcta que les hace dóciles ante la cámara para no ser etiquetados de radicales. Prefieren la equidistancia de la nada y el equilibrio circense a la firmeza de los términos. Habrá referéndum algún día, pero el de las palabras ya lo han perdido.