Por qué me gusta Trump
Es difícil escribir algo positivo sobre Trump dado el clima hostil y beligerante contra él impulsado con denuedo por la progresía internacional, y de manera particular por la que hasta hace unos años era considerada como la gran prensa norteamericana. De la española es mejor no hablar, porque todos los corresponsales de los medios domésticos destinados allí odian a Trump y me atrevería a decir que también a los Estados Unidos por la sencilla razón de que sigue siendo la patria de la libertad y desinforman como resentidos a las órdenes de una causa corrupta como el socialismo, implicada en convertir a los ciudadanos en esclavos.
A pesar de todo, Trump sigue gozando del apoyo de la mitad de los norteamericanos, y en Europa, de al menos el mío. Ya sé que es un hortera, un personaje grosero y maleducado y un perfecto bocazas, características impropias para quien desempeña la primera magistratura del país más importante del planeta. Incluso con estos graves inconvenientes siempre me ha parecido mucho mejor que Biden, que es un señor senil, incapacitado física y mentalmente para dirigir el mundo y prisionero de una agenda destinada a conducirlo sin duda a la confusión.
Antes de la era covid, y gracias a las políticas de bajadas de impuestos y en pro de los negocios de Trump, la economía norteamericana ha crecido como no se había visto desde los años cincuenta del siglo pasado. El desempleo ha tocado mínimos, incluso entre los negros, que jamás han disfrutado antes de un clima de prosperidad igual. Su retórica proteccionista no ha impedido que las relaciones comerciales hayan registrado un progreso enorme. Debido a su determinación, la América profunda ha logrado resituarse en el mapa y ganar algo de esperanza en el desempeño de la nación.
Trump ha encarnado como nadie los valores del americano medio: su gusto por la ley y el orden, su aprecio por la familia y las tradiciones, su fe en Dios y en el futuro, y su complicidad con el espíritu de los padres fundadores que ha hecho siempre de ese país la tierra de las oportunidades. Valores desgraciadamente apartados de las élites y de Wall Street que, como en el caso del Ibex 35 español, prefieren adscribirse al progresismo buenista, aunque hayan disfrutado de los tiempos de gloria que les ha proporcionado el patán.
Jamás agradeceremos del todo al republicano haber parado los pies a China -cuestión que ya no discuten ni los demócratas-. Aquella nunca podrá ser una nación aliada porque se dedica a robar sistemáticamente la propiedad intelectual, a jugar sucio en el mercado, tiene un canon de valores contrario a los del mundo libre y ambiciona lograr la supremacía económica del planeta aprovechando la actitud negligente y pasiva de Europa.
Trump ha conseguido la autonomía energética de EEUU que los demócratas quieren destruir en nombre del cambio climático, y por eso ha hecho bien en renunciar a los Acuerdos de París construidos por intelectuales sectarios sin escrúpulos, a los que poco importa el sostenimiento y el futuro de los millones de trabajadores que todavía dependen de las industrias tradicionales, merecedoras de ser tenidas en cuenta, pues aún conservan un alto grado de rendimiento y pueden reportar grandes beneficios a la economía mundial.
Trump se ha atrevido a hacer muchas más cosas que sus antecesores. Ha dejado claro, por ejemplo, que la raza no debe ser un argumento para propiciar la discriminación positiva en el acceso a las universidades, pues equivaldría a anular la igualdad de los ciudadanos ante la ley que establece la Constitución. Y gracias a ello, los estudiantes de origen asiático han podido llevar a los tribunales a la Universidad de Harvard y a la de Yale por su política en favor de los afroamericanos.
¿Ha actuado bien Trump durante la pandemia? La respuesta es no. Ha sido literalmente un bruto que no se ha dejado aconsejar por la gente que podía echarle una mano. Ha tenido un comportamiento mejorable en todos los aspectos. Pese a todo, los datos demuestran que el número de muertos por millón de habitantes a causa del covid en Estados Unidos está claramente por debajo del de España, y que, en términos económicos, los resultados son grandiosos si se comparan no con los de nuestro país -que al fin y al cabo lleva camino de la irrelevancia absoluta por mor del tándem Sánchez-Iglesias- sino con el conjunto de Europa.
Según las cifras del tercer trimestre, la economía americana puede caer este año en torno a un 3,5% frente al 6% o más que se pronostica para Alemania, que es el mejor estado del Continente, o a casi el 13% en que incurriremos nosotros. Dada la evidencia empírica, queridos progres de todo el mundo, ¿de qué estamos hablando?
La política internacional de Trump, después de la desgraciada égida de Obama, ha sido gloriosa. Al margen de haber desafiado por primera vez al imperio chino, declarándolo públicamente no fiable, ha ahogado económicamente a Irán -que es el principal impulsor del terrorismo internacional- y ha logrado los primeros acuerdos de paz de países árabes con Israel, ignorando a los palestinos, que son el dolor de cabeza del mundo desde hace más de un siglo. Es decir, ha conseguido lo que todos los ‘think tank’ poblados de intelectuales izquierdistas inspirados por la sabiduría más absoluta, bien amamantados, pero finalmente incapaces de entender nada habían pronosticado como imposible. Trump ha demostrado que claro que se puede.
Y todo esto lo ha hecho con la mayoría de los medios de comunicación en contra. Pero no en contra de sus ideas, algo perfectamente plausible, sino mediando su perversión, que es la de faltar deliberadamente a la verdad, o sea prevaricando. Ni ‘The New York Times’ ni ‘The Washington Post’ ni la ‘CNN’ ni ningún otro de los medios con vana reputación de la mayor democracia del mundo han publicado palabra alguna sobre los negocios turbios del hijo de Biden en Ucrania bajo el manto protector del padre, aunque las pruebas al respecto eran evidentes. Las redes sociales, Twitter o Facebook, se han conjurado para prohibir incluso los mensajes individuales que pudieran dañar la credibilidad del hombre senil.
Jamás en la vida se ha producido una conspiración tan inmoral y fraudulenta en contra de Trump, no sólo entre la prensa. También en la Universidad, en el cine, en el mundo de la llamada cultura. Todos han decidido, conculcando sus libros de estilo, sus principios y comprometiendo finalmente su honestidad que es un personaje que había que liquidar a cualquier precio, al coste que fuera. Pero si todos hemos coincidido hasta la fecha en que la democracia se corrompe cuando en un país deja de existir la prensa libre, habremos de concluir que, en Estados Unidos -igual que sucede en España-, hace tiempo que está afectada por un tumor letal, y lo que es peor, no inducido por los poderes públicos sino fruto de la autocensura y de la depravación de los que tenían la obligación de defender la profesión en cualquier momento y circunstancia.
La eventual llegada de Biden al poder será un desastre. Su ‘ticket’ con la izquierdista Kamala Harris solo augura más impuestos y el redimensionamiento de un Estado asistencial con costes altísimos que navegan contra el crecimiento, la prosperidad general y el bienestar de los ciudadanos porque provocarán más déficit y más deuda corrompiendo el valor del dólar. Su agenda de cambio climático es la condena a muerte de los trabajadores de Pittsburgh, Cleveland, Toledo o Youngstown. El senil ofrece paños calientes con China, que es el enemigo del orden mundial y la que nos ha exportado impunemente el virus asesino, como bien dice Trump.
La eventual llegada de Biden significaría el apogeo del feminismo recalcitrante, del igualitarismo letal y del identitarismo rampante que ha vuelto a aflorar descarnado tras la trágica muerte del negro George Floyd, y que es radicalmente contrario a los valores de unidad y de cohesión que han hecho de ese país el más grande y ejemplar del mundo. La cuestión que se dilucida en estas elecciones es si Estados Unidos, el estandarte del mundo libre, puede convertirse al socialismo; si puede transformarse en una nueva Europa con todos los defectos que esto implica en términos de burocracia, de falta de flexibilidad, de fallida apuesta por la innovación y el emprendimiento, de sometimiento a los poderes emergentes, de servidumbre a la corrección política y finalmente de claudicación y renuncia a todas las virtudes que adornan la civilización occidental.
Trump es una persona que ha acreditado una voluntad robusta para hacer frente a la guerra cultural emprendida con gran éxito por la izquierda -y su falsa supremacía moral-, y que ha demostrado fortaleza para combatir por lo que todavía es la esencia del país. No es muy diferente de Reagan, el mejor republicano de toda la historia. Este era un declarado liberal, abierto a los mercados internacionales, pero finalmente intervencionista: también para él América era lo primero y la salvaguarda de los intereses del país requerían una defensa ardorosa y sin contemplaciones. A su manera histriónica y desvergonzada, la ‘doctrina Sinatra’ de Trump suena bastante mejor que la del oponente Biden y los sectarios que lo acompañan.