Puigdemont dicta el programa del Gobierno sanchista

Sánchez investidura independentistas

Es una ignominia incalificable que Puigdemont, ex presidente de la Generalitat, máximo responsable político del golpe de Estado secesionista de octubre de 2017, tenga en su mano la decisión última acerca del Gobierno de España. Es la consecuencia de tener al frente del Ejecutivo a quien ambiciona seguir instalado en La Moncloa al precio que sea, sin límite ético ni moral alguno para permanecer allí. A alguien que no tiene respeto ninguno a la palabra dada, convirtiendo la mentira en un simple «cambio de opinión» y que está dispuesto a amnistiar −¡sólo para que le voten a él!− a los máximos responsables de una violación sin precedentes del orden constitucional, encabezados precisamente por Puigdemont. Y además a los CDR (Comités de Defensa de la República) que protagonizaron disturbios que supusieron actos vandálicos calificados de terrorismo urbano realizados y todo tipo de graves alteraciones del orden público. También a la plataforma dedicada a crear un Tsunami Democràtic contra la sentencia del Tribunal Supremo que juzgó y condenó a nueve de los máximos responsables; por cierto, ya indultados sin arrepentimiento alguno por su parte para que Sánchez lleve ya más de cinco años en el poder. Es preciso remarcarlo y repetirlo alto y claro: tamaña actuación solo es concebible en una autocracia y es incompatible con una sociedad con un mínimo de autoestima. Una cosa es «la PSOE» y otra muy distinta es España.

Tras Yolanda, le ha tocado el turno de ir a Waterloo (Bruselas) para rendir pleitesía al prófugo de la Justicia y antiespañol, al número tres de su partido («la PSOE» sanchista), Santos Cerdán, que comunica sumamente complacido que lo que están negociando con Puigdemont, Otegi y cía. Lo respalda el 87% de la militancia en un ejercicio de democracia interna. Nada extraño si recordamos que son los mismos afiliados que, tras ser cesado por el Comité Federal de aquel ya inexistente PSOE, le devolvieron la Secretaría General. Vergüenza ajena provoca una organización de estas características, pero una cosa es que sean fans incondicionales de su líder partidista, y otra es que ellos solos estén legitimados para decidir sobre el presente y el futuro de España. Porque ésta es la cuestión: se sustrae al pueblo español una decisión de enorme trascendencia para el conjunto de la sociedad española, para entregársela a una minoría exigua de ciudadanos. Con el único mérito, eso sí, de tratarse de acreditados sanchistas. Si tuviéramos un Tribunal Constitucional que fuera una garantía de independencia y neutralidad política, una ley de amnistía como la que pretenden no pasaría el filtro de constitucionalidad. Pero por algo Sánchez estuvo pugnando por colocar al frente del mismo a quien está dispuesto a arrastrar las togas de los magistrados por el camino que les indica su líder.

Cuando la pelea de gallitos por liderar el espacio secesionista finalice, y ya no hay mucho margen por delante para incrementar la infamia cometida, se constituirá la versión corregida y aumentada del primer Frankenstein, en feliz denominación del anterior y último Secretario General socialista Alfredo Pérez Rubalcaba (q.e.p.d.): «Desjudicializar» la política para resolver el «conflicto político» de Cataluña con España. Así que, por decisión autocrática sanchista, los separatistas gozan de impunidad para cometer cuantos delitos sean precisos para atentar contra la unidad (indisoluble) de España, que es el fundamento de la Constitución. Resulta que es un «conflicto político» lo sucedido en Cataluña con total premeditación y alevosía contra la Carta Magna, el Estatuto, la convivencia y la democracia −»ponemos rumbo de colisión con el Estado», como afirmó Artur Mas en el Parlament en enero de 2013−. Un golpe de Estado, si es secesionista, es un mero conflicto político sobre el que la Justicia no tiene nada que decir ni hacer.

Con «la PSOE» sanchista, en España hay dos categorías de ciudadanos: los que convienen a los intereses de la vigente autocracia y los demás. Nunca hubiéramos podido imaginar llegar a una situación de degradación ética y moral como la actual. Quizás es que debíamos tocar fondo para comenzar una necesaria regeneración social, política y nacional.

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