Progresismo repugnante

Progresismo repugnante
Progresismo repugnante

Dicen las crónicas del día de autos que la bancada de la izquierda estalló en una monumental salva de aplausos, embargada por la euforia, a medida que el presidente iba desgranando sus aviesas intenciones en el debate sobre el estado de la nación. La más celebrada fue el anuncio de un impuesto no solo a las compañías energéticas sino también al sector financiero a los que posteriormente acusó de estar aprovechando la crisis para forrarse a costa de las clases medias y de los más débiles. La premisa es una completa falsedad porque las empresas eléctricas están ganando este año bastante menos que el anterior y lo mismo sucede de manera más acusada con la banca, que lleva una década soportando unos resultados mediocres como consecuencia de la anomalía de unos tipos de interés negativos que ha desordenado por completo los fundamentos de una economía de mercado, uno de los cuales es que nada es gratis en la vida y mucho menos el dinero.

Se ha especulado mucho sobre las razones por las que Sánchez ha imprimido este giro radical en la política económica, en sentido contrario a lo oportuno y conveniente. Una de ellas es que así se ha cargado el proyecto que impulsa la vicepresidenta Yolanda Díaz bajo el nombre de Sumar, en el que destacaba la propuesta de castigar a eléctricas y bancos por sus prácticas disolventes de la mal llamada justicia social. Aunque este pueda parecer un motivo aparentemente indudable yo tengo mis reticencias, basadas en circunstancias en las que se ha reparado poco. La principal, que semeja parecer anecdótica sin serlo, es que el proyecto Sumar ha recibido explícitamente el apoyo editorial de El País, el periódico al servicio del ‘sanchismo’ en el que no se escribe una coma que pueda molestar al líder. La segunda es que el acto de presentación de Sumar fue cubierto para El País por Carlos Elordi Cue, que es el periodista de cámara de Sánchez, al que defiende hasta la náusea. Y la tercera es que, ante el desplome de las expectativas electorales de Unidas Podemos y el comportamiento destructivo de sus ministras, el presidente necesita una formación de cierto peso a su izquierda que pueda seguir prestándole su apoyo después de las próximas elecciones generales.

Sea por lo que fuere, si Sánchez ha dado este paso es por otro motivo mucho más inquietante y nocivo para el futuro del país. Está convencido de que, más que nunca, en las actuales circunstancias de una inflación desbocada, con la penuria económica avanzando, penalizar a las eléctricas y a los bancos goza de un gran respaldo popular. Este ha sido el legado indeleble y funesto de tantos años de socialismo: persuadir con éxito a gran parte de los ciudadanos de que ganar dinero -aunque sea bastante menos de lo que se presume- es malo; que la economía es una suerte de suma cero de manera que los que se enriquecen lo hacen a costa de empobrecer en la misma proporción a los demás; y que el Estado debe corregir estas iniquidades subvencionando masivamente a la innumerable y ficticia lista de colectivos perjudicados o vulnerables expropiando a aquellos que han logrado una posición de ventaja, por mucho que ésta se haya logrado sobre la base del mérito, la capacidad y el trabajo duro.

Estas son unas ideas tan innobles como inmorales porque explotan el resentimiento social, profundizan en la envidia, ese vicio tan español, y fomentan la extensión de los sentimientos más mezquinos. Pero son la consecuencia del Estado de Bienestar. La gente se siente muy orgullosa de este logro tenido por histórico, pero la realidad es que ha causado un daño enorme a la mentalidad de los hombres de nuestro siglo. Claro que el Estado debe proteger las situaciones de indigencia, pero lo que ha ocurrido es que al universalizar esta protección a aquellos ciudadanos que sin necesidades perentorias debían haber sido puestos a prueba para que dieran los frutos de que la iniciativa individual es capaz, el resultado es que generaciones enteras han sido adormecidas por el exceso de seguridad con cargo al presupuesto en detrimento de las unidades productoras de riqueza. El socialismo ha creado genéticamente, y el sanchismo está empeñado en culminar la tarea, una legión millonariamente nutrida de ciudadanos que han perdido el amor al riesgo y la aventura creadora de progreso. Los ha convertido en seres reivindicativos, que reclaman como derechos hasta los caprichos más ridículos, anulando cualquier aportación propia al progreso social. Ha castrado su fuerza innata hasta transformarlos en ciudadanos indolentes y serviles al poder de un Estado cuya presencia en la vida individual es creciente y ominosa.

La tesis de Sánchez es que sube los impuestos a los ricos para hacer una sociedad más solidaria cuando, en realidad, la solidaridad con cargo al presupuesto, impuesta coactivamente, lo que hace es expulsar la virtud personal de la solidaridad, que es la que entraña sacrificio personal. El mensaje que envía el Gobierno demonizando a las empresas generadoras de riqueza y de empleo es letal para la prosperidad de un país condenado a un crecimiento exiguo, muy por debajo de su potencial, y a una tasa de paro irreductible. El diario El País, el vocero de la Moncloa, asegura que las cifras de empleo están siendo formidables después de la inconveniente reforma laboral, pero todo es mentira. Para variar. El 47% de los más de 700.000 puestos de trabajo creados desde que Sánchez ocupa la Moncloa son empleos públicos y precarios. La mayoría del resto, una vez en vigor la prohibición de despedir, son fijos discontinuos, o por decirlo de otra manera, falsos contratos indefinidos. No hay nada que este Gobierno haya hecho bien. De lo que se ha ocupado con fruición es de aumentar la red clientelar a costa de ayudas más que discutibles como la subvención por completo del ferrocarril de corta distancia, el suplemento innecesario de las becas para estudiantes o el aumento del ingreso mínimo vital, decisiones, junto a otras igual de perniciosas, que obligan a un aumento continuado de los impuestos y conducen a la postración a los propietarios de pisos en alquiler -cuyas rentas estas están topadas- o de los millones de accionistas corrientes de las empresas, que han sufrido enormes pérdidas en la bolsa tras la vuelta de tuerca de la presión fiscal que ya soportan en exceso.

Nadie ha doblado las campanas por ellos. Ninguna formación política del arco parlamentario ha salido en defensa del mercado y del sistema capitalista que por fortuna seguimos disfrutando a pesar de la tenacidad del socialismo por socavarlo. Es verdad que el señor Feijóo ha cuestionado los nuevos impuestos, pero solo por razones accidentales, no sustantivas. «Lo que creo es que los españoles no van a estar de acuerdo en que esos impuestos se repercutan otra vez en los ciudadanos». «Si el impuesto a la banca va a suponer más comisiones para operar con los bancos, un incremento de los tipos de interés, o menos retribución, que ya es prácticamente inexistente, para los depósitos de los ahorradores, la mayoría de los ciudadanos no compartimos esa decisión». » Si el impuesto a las eléctricas se va a traducir en que se incremente más el precio de la luz, la mayoría de los ciudadanos no estaremos de acuerdo». Yo alabo cada vez más la inteligencia y el pragmatismo de Feijóo. La prioridad universal para los españoles de bien es echar a Sánchez de la Moncloa, si es posible a patadas. Por eso el presidente del PP elude definirse claramente sobre los nuevos impuestos, «para no entrar en el juego que al Gobierno le interesa». Y tiene toda la razón. Una oposición a bote pronto y frontal contra las excéntricas figuras tributarias excitaría la sed de sangre de la alimaña que nos gobierna, y de los secuaces y cuatreros que la apoyan. Toda la trompetería mediática se encargaría de proclamar que el PP defiende a las empresas que esquilman el país, a los ricos, y que está en contra de la clase trabajadora y del interés general. La otra razón de peso que invita a Feijóo a la cautela es que, como he dicho, el afán expropiatorio del Gobierno goza, desgraciadamente, del favor popular. Pero estigmatizar a las compañías es una práctica tóxica, lo mismo que envenenar el país con una inseguridad jurídica que equivale al repudio de la inversión, doméstica o internacional, que tanto necesitamos.

La consecuencia de esta concatenación desafortunada de hechos es que no hay nadie en el Congreso que defienda abiertamente y sin complejos el mercado, que no hay ningún partido de derechas que explique a los españoles que la banca es el corazón del sistema económico, cuya salud conviene preservar porque nada funcionaría si se ataca su vigor; que no hay nadie que persuada a la opinión pública de que los tipos de interés deben de subir para restaurar la normalidad de la actividad económica, y que tampoco haya nadie que convenza a los ciudadanos de la importancia de tener grandes empresas, de su efecto tractor sobre el tejido productivo, y de la bondad de que ganen mucho dinero, que es lo que permite pagar mejores sueldos, procurar condiciones de trabajo más favorables y finalmente invertir en aumentar su tamaño, eficacia y competitividad. Se echa de menos de manera alarmante a un político que diga que las empresas no son la pieza a batir para alimentar la molicie del pueblo indolente e irresponsable, sino que son los bueyes que tiran del carro. Su pujanza y éxito son la única garantía que tenemos del bienestar y de la prosperidad general, no el progresismo repugnante que nos vende el milhombres de la Moncloa.

Según nos recuerda Axel Kaiser, abogado y activista liberal, Marx propugnaba que uno se hacía rico empeorando la vida de los demás, arrebatándoles algo que tenían, pero la fortuna de gente como Bill Gates o Amancio Ortega se debe a todo lo contrario: a que nos ofrecen algo que no teníamos. Se han hecho millonarios porque han mejorado nuestras existencias. Es, por lo tanto, esencial, dice Kaiser, que los «innovadores, comerciantes y gente de negocios puedan hacerse ricos, pues solo así podrán enriquecer a todos los demás». Si hay una lección que enseña la historia, concluye, es que, «en todas las épocas, han existido demagogos que explotan en beneficio propio la envidia de ciertos grupos y las buenas intenciones de personas ingenuas y soñadoras que, por ignorancia económica, terminan apoyando ideas que perjudican precisamente a quienes supuestamente han de ayudar». Sería una bendición que, una vez ganadas las próximas elecciones generales, pudiéramos alguna vez escuchar a Feijóo ideas parecidas. Si no tan claras y elocuentes, algo que parece muy improbable, lo más aproximadas posible.

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