Opinión

El poeta blanco que se hizo pasar por negra para publicar (y reírse un rato)

Poeta blanco negra
Opinión.
  • Teresa Giménez Barbat
  • Escritora y política. Miembro fundador de Ciutadans de Catalunya, asociación cívica que dio origen al partido político Ciudadanos. Ex eurodiputada por UPyD. Escribo sobre política nacional e internacional.

Un joven poeta, un canadiense blanco y heterosexual, se hizo pasar por un personaje de su invención, Adele Nwankwo, de género fluido y supuesto miembro de la diáspora nigeriana. Y escribió poemas intencionadamente malos para desenmascarar las políticas woke de determinadas publicaciones. ¿Tramposo? De acuerdo, pero si falsificó la autoría de su obra, dice, fue como revancha por la dura época en la que, intentando dar el salto como poeta escribiendo bajo su nombre real, se dio cuenta de que para ciertas revistas no pertenecía a los grupos demográficos que consideraban «comerciales».

Y eso lo comprobó investigando en sus sitios web y viendo claramente cómo abogaban por las voces de los que llamaban «marginados». Ah, pero él era tan blanco como Shakespeare, Cervantes o cualquier otro colonizador. Así que pensó que le sería más fácil si le creyeran de una de estas otras «identidades». Y puso manos a la obra.

Y es que el sector editorial en inglés está arrasado, por lo que Coleman Hughes (un tipo fuera de serie porque está en contra de la discriminación inversa, siendo él mismo… negro) llama «el nuevo racismo». O sea que, el viejo y justo sueño de cualquier persona realmente progresista de que, independientemente de su color de piel, religión, sexo u origen, cualquiera que aspire al éxito tiene que tener las mismas oportunidades que el resto, es algo que algunos editores no piensan practicar. Así que, travestido literariamente como Adele, la «fluida nigeriana», nuestro poeta fue alcanzando triunfos hasta llegar a ser nominado al premio Best of the Net del 2025.

Satisfecho con su travesura, en abril de este año confesó en Substack que había pasado dos años engañando a los editores, haciéndoles creer que sus pronombres o su color de piel eran más exóticos y políticamente correctos de lo que realmente eran. Y que así escribió 47 poemas deliberadamente malos que consiguió publicar sin reparos en numerosas revistas literarias independientes.

A mí me parece delicioso. Y totalmente en la malvada tradición que inauguró el famoso «caso Sokal» que demostró, en 1996, que algunas revistas de carácter académico estaban sesgadas hacia una posición moral o política muy particular (izquierda woke). Y que los trabajos que evaluaban sus consejos editoriales para la publicación se aprobaban por motivos distintos de los méritos creativos y académicos. Esa gamberrada, si no la recuerdan, fue perpetrada por el físico Alan Sokal para desenmascarar al equipo editorial de la revista de humanidades Social Text.

Al año siguiente, junto a Jean Bricmont, físico teórico belga y profesor de física al que, por cierto, invité al Parlamento Europeo cuando fui diputada, escribió el libro Imposturas intelectuales que tuvo un gran éxito. Y a partir de este caso, otros siguieron su estela. Hijo directo de este alboroto, por ejemplo, fue el ingeniosamente llamado Sokal Square (Sokal al cuadrado), llevado a cabo entre el 2017 y el 2018. Bajo el proyecto «Asunto de los estudios del agravio», un equipo de tres autores, James A. Lindsay, Peter Boghossian y Helen Pluckrose, tramaron un engaño parecido.

¡Y vaya si funcionó! En una universidad y en un mundo editorial de ciencias sociales donde abundan estudios sobre lo queer, la raza o el género fuertemente ideologizados, los tres autores utilizaron la misma fórmula: enviar, bajo nombre falso, escritos insensatos para su publicación. Uno de los que envió Boghossian, bajo el nombre de Helen Wilson (y que se publicó), versaba sobre algo tan de moda ahora como que los penes no son masculinos y sí «constructos sociales».

El artículo se llamó, obviamente, «El pene conceptual como constructo social». «Después de completar el documento, lo leímos con cuidado para asegurarnos de que no decía nada con sentido», se mofaba luego Boghossian. Efectivamente, a los editores les daba igual si no entendían realmente lo que leían. Hasta que detectaron que esa Helen no existía.

Como tampoco existía la Adele Nwankwo de nuestro amigo canadiense, poeta blanco que sólo pudo publicar como negra y «fluida» en un mundo editorial corrompido por la ideología. Aunque les enviase basura.

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