Perdón

Perdón

Cuando toda esta pesadilla termine tendremos que dar las gracias a muchas personas; y también tendremos que pedir perdón. Yo quiero empezar hoy mismo a pedir perdón a las principales víctimas de esta pandemia y de esta sociedad tan civilizada de la que formamos parte, ese colectivo que es citado bajo el genérico de “mayores”  en cada comunicación oficial sobre la evolución del desastre.

Nos gusta creer que nosotros, los españoles, no somos como los holandeses;  nosotros no hemos dicho que hay que dejar morir a nuestros abuelos; no, nosotros no hemos calculado (o al menos no lo hemos admitido) el coste/beneficio de las vidas que salvamos frente las que aceptamos que es normal que finalicen. Nosotros no somos así, nosotros solo nos hemos “relajado” porque nos dijeron que este virus solo mataba a los “muy mayores” o a “los mayores con patologías previas”.

Cuando digo “nosotros” no me refiero al Gobierno ni a su demostrada incapacidad, más allá de lo que quizá algún día se pueda probar: que la ocultación del riego y la gestión de la crisis ha producido graves consecuencias en nuestras vidas. Cuando digo “nosotros” me refiero a cada uno de nosotros, gentes que nos consideramos buenas personas, que queremos a “nuestros mayores”, que les respetamos, que les reconocemos su esfuerzo… Porque si lo que hace grande a una Nación es la humanidad de los ciudadanos que la conforman deberemos analizar críticamente el nivel de humanidad de cada uno de nosotros.

Este confinamiento ya ha producido cambios de perspectiva en nuestras propias vidas. Por hablar en primera persona, en solo tres semanas mi marido y yo hemos pasado de ser los destinatarios de la última llamada de nuestros hijos si había que afrontar alghico esoles. s antes de esta panemia; pero ellos (y sobre todo, nosotros) nunca nos habsiquiera a por el pan. n la comida, ros hún problema complejo a ser los destinatarios de los desvelos de nuestros hijos, que nos traen la comida y nos conminan a no salir ni siquiera a la farmacia o a por el pan. Nosotros ya éramos jubilados antes de esta pandemia; pero ellos (y sobre todo nosotros) nunca nos habían/habíamos visto/sentido mayores ni especialmente vulnerables.

Dicho esto y establecido el contexto, quiero referirme a  los mayores que aparecen en las estadísticas de muertos, esos mayores que se nombran sin ponerles nombre como si se quisiera minimizar, sin querer reconocerlo, el impacto que está causando esta emergencia sanitaria en el conjunto de la población.

Se me cae el alma a los pies cada vez que oigo al portavoz del Gobierno dar los porcentajes de personas “mayores” que configuran el total de las víctimas. Porque es muy importante conocer la tipología de las víctimas, saber por qué y a que colectivo –si lo hay- ataca el virus de forma más grave; es imprescindible conocer estos datos a nivel clínico para trabajar sobre las personas que corren más riesgo de contraer el virus y morir a consecuencia de ello. Pero insistir en el dato, como una suerte de “tranquilizador” general, con ese mensaje subliminal, como si fuera menos malo que los muertos fueran mayores y/o mayores con patologías previas en su mayor parte, me parece que oculta una especie de inhumanidad y de relativismo social  inaceptable.

Quiero negar la mayor. No es menos malo para nuestra sociedad que mueran nuestros mayores. No es menos malo que se diezme la población que nos dio la vida y que nos trajo la democracia. Sería una inmoralidad aplicar el dicho “es ley de vida”; vivimos una circunstancia extraordinaria en la que nuestros conciudadanos no mueren por “ley de vida”  sino como consecuencia de una emergencia sanitaria en la que todos, al margen de la edad o cualquier otra condición, deben ser tratados de forma igualmente extraordinaria. No es menos malo que se nos estén muriendo los abuelos que en la última crisis económica acogieron en sus casas a sus hijos ya emancipados para que pudieran salir adelante, esos abuelos que costearon con su pensión la factura del colegio y los libros escolares de sus nietos. No es menos malo que se nos esté muriendo esa generación que lo sacrificó todo para que sus hijos tuvieran los estudios a los que ellos no tuvieron acceso; no es menos malo que se nos estén muriendo los hombres y mujeres que sufrieron una guerra, que vivieron una dictadura y construyeron la democracia en la que vivimos; una democracia en la que hemos dedicado una buena parte de nuestros recursos a levantar residencias de ancianos en las que dejarlos mientras seguimos con nuestras vidas. Lo que es malo de verdad y refleja el tipo de sociedad en la que vivimos es que haya llegado un punto en el que nos parezca normal valorar la vida de los seres humanos no en función de lo que ya han hecho por nosotros sino por lo que tienen expectativa de hacer debido a su juventud, una condición ajena a la voluntad, mera circunstancia de la vida.

No se si este relativismo inhumano guarda relación con la moda de valorar a todos, particularmente a nuestros representantes públicos, en función de su juventud. Llevamos unos cuantos años en los que el hecho de ser joven (la única circunstancia personal no meritoria, algo que quieras o no se cura con el paso del tiempo) ha sido considerado un plus para acceder a cualquier responsabilidad pública. Naturalmente que las empresas siguen exigiendo experiencia a sus cuadros de mando;  pero en la política lo nuevo ha sustituido a lo bueno; y la juventud ha pasado a ser  considerada un valor añadido tan absurdo como negativo desde la perspectiva del interés general. Esta tontería ha provocado que el timón esté en manos de personas que ni siquiera habían pisado como visitantes el puente de mando; y así nos van las cosas, no hay más que fijarse en lo que nos está pasando en la gestión de esta emergencia nacional.

Ser joven no es un mérito de el que se pueda presumir ni conlleva derechos complementarios respecto de cualquier otro ciudadano.  Sin embargo es un hecho es que todos, los jóvenes y los más mayores, nos hemos sentido aliviados con las reiteradas explicaciones de los portavoces del Gobierno que un día tras otro nos vienen diciendo que, salvo excepciones,  solo los viejos están verdaderamente en riesgo. Lo mismo que al principio trataron de inculcarnos la idea de que el virus venía de fuera y que no había contagio interior, ahora nos machacan con la idea de que si no eres de ese grupo de edad, puedes estar tranquilo. Lo de menos es que cuando esto  termine las estadísticas confirmen o no esos datos, porque nunca sabremos qué hubiera ocurrido si se hubiera actuado con otro tipo de estrategia. Lo que es un hecho incontestable es que en el relato oficial y en el imaginario colectivo parece como que unas vidas valgan menos que otras y ese cálculo del valor de una vida se realice en función de lo que se les pueda sacar en el futuro y no de lo que ya han aportado a la sociedad. Y eso, que quieren que les diga, es tan miserable como inhumano.

Se que no hay una sola persona mayor en España que se sentiría aliviada si el Gobierno explicara en sus ruedas de prensa diarias que los abuelos están a salvo, que la edad les ha inmunizado, que ellos no corren peligro, que solo quienes están en la edad de sus hijos y nietos están en riesgo. Ninguna de las personas de las generaciones que han construido la España en que vivimos y que nos han traído la sociedad del bienestar en la que nos sentíamos tan  a salvo, que ahorraron hasta la última peseta para que sus hijos vivieran mejor de lo que habían vivido ellos…, sentiría el mínimo alivio si les dijeran que esta enfermedad apenas les puede afectar. Aunque no fuera más que por eso merecen que les pidamos perdón.

Quiero pedir perdón no solo a quienes se han quedado en el camino sin que ni siquiera pudieran tomar de la mano a sus seres más queridos. Quiero pedir perdón a las personas mayores a las que hemos convencido de que ahora les toca a ellos. Pido perdón a esas generaciones que han estado siempre dispuestas a pagar por nosotros, anticipándose a nuestras penas, mitigando nuestro dolor, nuestro riesgo; les pido perdón a todos ellos, a esas personas mayores que no han atesorado otra cosa en su vida que el sacrificio y el amor por sus hijos y nietos; les pido perdón por haberlos hecho sentir que debían resignarse y sacrificarse por los más jóvenes una vez más; les pido perdón por haberlos hecho sentir que debían renunciar incluso a su derecho a reclamar que les salvemos la vida.

Perdonadnos por no haberos protegido suficientemente. Perdonadnos por no haberos hecho sentir que erais lo más importante de nuestras vidas. Perdonadnos por haber sido egoístas, por haberos dejados solos. Perdonadnos por no haber estado a vuestra altura.

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