Pedro Sánchez como Evita Perón
Atiendo a un debate muy interesante en el que participan el catedrático Pedro Schwartz, que es para mí un maestro -toda la vida clamando en el desierto en su defensa del orden liberal- y el economista Juan Iranzo, viejo compañero de fatigas en las tertulias de la Cope dirigidas por el tristemente malogrado a edad infame Juan Pablo Colmenarejo. El asunto de debate es crucial. Versa sobre el estado de bienestar, el tótem político de la época, y el gasto público, que es el cáncer contemporáneo. La vinculación entre ambos conceptos es flagrante y temeraria. El llamado Estado social, estado nodriza o estado protector ha alcanzado en todos los países desarrollados un tamaño descomunal que exige una financiación que roza lo imposible. Este desarrollo descontrolado jamás fue imaginado por los que se consideran los padres del invento, el canciller Bismark -a finales del siglo XIX- en un intento de aplacar al movimiento obrero con leyes populares, y el economista y político británico lord Beveridge tras la Segunda Guerra Mundial, que buscaba paliar los efectos de la contienda entre las clases más desfavorecidas.
Lo que demuestra el paso del tiempo es que el juguete se les fue de las manos. Ninguno de los dos imaginó que la explosión de gasto a que iba a conducir pondría en riesgo el presupuesto del Estado, y desde luego defendieron que la política de ayudas sociales debía ser lo suficientemente cuidadosa para no romper la cadena de incentivos que sostiene las ganas de trabajar y de aportar valor al aparato productivo. España llegó tarde a esta carrera alocada para cubrir las necesidades más perentorias de la población, pero ha demostrado un empeño granítico no sólo para recuperar el tiempo perdido, sino para incluir entre sus programas a gente que no padece urgencias acuciantes y que inesperadamente ha descubierto que se puede vivir del cuento en la más absoluta impunidad.
Los resultados de esta política redistributiva sin límite -gracias al dinero de los demás- en las principales partidas -las pensiones, la sanidad o la educación- son tremendos. Entre 1982, el año en que el Partido Socialista de Felipe González alcanzó el Gobierno por vez primera desde la Transición hasta la fecha, el gasto público ha aumentado un 2.000%, de manera que ya representa el 52% del PIB. Ni qué decir tiene que cuanto mayor es la presencia del Estado, más intenso es el control que se ejerce sobre el conjunto de la sociedad y no cabe duda de que éste es el sentimiento que mueve a los políticos, pues en buena parte las elecciones las deciden los mayores, favorecidos por la sanidad gratuita, unas pensiones tremendamente generosas en relación con aportaciones realizadas a lo largo de la vida laboral y la cobertura de las situaciones de dependencia, que ahora se afrontan con experimentos novedosos del tipo del ingreso mínimo vital. Como la ambición del presidente Sánchez no conoce límites, después de las personas mayores, otro nicho importante de voto son los jóvenes, a los que se riega con cheques para gastos suntuarios e improcedentes o con un programa multimillonario de becas. Cualquier cosa para alcanzar el poder y mantenerse allí el mayor tiempo posible.
Como se sabe, solo hay tres maneras de financiar este despliegue inusitado y brutal de recursos: los impuestos, la deuda o la inflación. El Gobierno de Sánchez está utilizando masivamente las tres, al punto de que la presión fiscal en España es en estos momentos seis puntos superior a la media europea en términos de poder de paridad de compra, la deuda pública alcanza máximos históricos y la inflación ha llegado a niveles desconocidos, elevando los ingresos del Estado hasta cotas inéditas a costa de los sufridos contribuyentes, a los que se ha negado de manera arbitraria e injusta el resarcimiento a que tienen derecho, y que les ahorraría una buena cantidad de dinero en el impuesto sobre la renta.
Las consecuencias económicas de esta estrategia son muy negativas. Cuanto más aumenta el gasto, más se expulsa la inversión privada, clave para el progreso económico y social. Cuanto más suben los impuestos, menores estímulos para el trabajo, el capital productivo y la creación de empleo. Esta es la combinación siniestra en la que está enfangada la política española, en la que no hay partido que se atreva a denunciar hechos tan graves y perjudiciales para el futuro del país por aquello de no incurrir en la incorrección política y perder sufragios.
Pero el gasto excesivo en atenciones sociales es peligroso. Tienen un claro referente en aquella famosa consideración de Evita Perón de que toda necesidad es un derecho inexorable, que ha sido interiorizada hasta el extremo por Pedro Sánchez, aunque sea producto de un delirio. El problema de este planteamiento es que muchas de las promesas que se lanzan desde el poder político eminentemente de izquierdas son irrealizables, y al chocar con enormes dificultades financieras para ser satisfechas provocan frustración, disgusto general y protestas crecientes, así como alimentan a una miríada de grupos políticos dispuestos a explotarlas y entronizar en la vida pública el llamado populismo. América Latina es el territorio puntero de este ejercicio de ingeniería social, pero España no le va a la zaga. ¡Que Dios nos pille confesados!
La herencia que va a recibir el PP, si hay suerte y tiene la fortuna de ganar las elecciones, es terrible. Poner en orden las cuentas públicas para evitar la quiebra financiera del Estado va a exigir la adopción de medidas correctoras. Hay que poner freno de una vez a un estado de bienestar insostenible, por ejemplo, alargando la edad de jubilación, aumentando el periodo de cálculo de la pensión, estableciendo copagos en la sanidad o conteniendo las ayudas y subvenciones de todo tipo, sometiéndolas a escrutinio riguroso. Y esto no sólo hay que hacerlo por cuestiones estrictamente financieras, que también, sino por razones morales, para acabar con la corrupción ética que supone el tener la existencia monetaria cubierta desde la cuna hasta la tumba en detrimento de las clases activas, que son las que sacan la nación adelante y a cuyo cargo se endosa la supervivencia confortable de los pasivos.
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