Un partido de Estado frente a un estado de partido

Feijóo debate

No me hizo falta más que oír al sanchista Óscar Puente identificando a su partido con «el pueblo» y aludiendo a la inexistencia de «disidentes», «desertores» o «traidores» entre sus filas para confirmar el punto esencial del debate de investidura de ayer. Se contrapusieron dos modelos para la futura supervivencia de nuestra democracia: el de un partido de Estado frente a un Estado de partido.

El sanchismo volvió a sus esencias, con un portavoz que parecía incapaz de entender la democracia como una forma de convivencia entre diferentes. Puente siguió dando paladas bajo sus pies en la trinchera antidemocrática de quienes pretenden que el futuro de España se escriba con más de medio país silenciado, deslegitimado y humillado.

Todo ello, para poner la alfombra a su secretario general en su decisión de entregarse con todo el equipaje a quienes en el País Vasco y Cataluña han hecho precisamente del silencio, deslegitimación y humillación de los oponentes su proyecto político sectario y excluyente. Estoy seguro de que causó escalofrío en millones de españoles ver a Sánchez aplaudir en pie un discurso cargado con tanto odio contra el rival político.

Con razón planteó el candidato del Partido Popular el debate como una oportunidad de retratarse unos y otros ante la grave crisis institucional a que nos ha llevado el sucesivo entreguismo de Sánchez ante los que quieren demoler la España constitucional. Un diagnóstico con el que coincidió Santiago Abascal con el señorío y patriotismo que sabe imprimir a estos pasajes parlamentarios, todo un contraste con el portavoz sanchista.

En el entreguismo de los resortes que tiene el Estado de derecho para defenderse a sí mismo ante quienes pretenden destruirlo está la clave. Es la política de un Sánchez fatalmente convencido de la unidad de destino -ay, la memoria democrática- de su partido y el del Estado, una vez vampirizadas todas las instituciones que nos representan y sirven a todos. Porque solo quien cree que el Estado es patrimonio de su partido puede pretender con toda naturalidad subastar al Estado en beneficio de su partido y de su ambición personal.

Ayer vimos a un Alberto Núñez Feijóo con plena voluntad de representar a todos aquellos españoles que no aceptan esa subasta antidemocrática. Fue su mejor momento parlamentario, cuando dijo que él también tenía los votos para ser presidente del Gobierno, pero que no estaba dispuesto a pagar el precio que Sánchez iba a desembolsar por mantenerse en el poder a cuenta de nuestro Estado de derecho.

La apelación de Feijóo a la «dignidad del Estado» resonó en la sede de la soberanía nacional como el acorde que debe marcar la legislatura ante la tentación del bloque de Sánchez de imponernos nuevas indignidades, como la amnistía o el referéndum de autodeterminación.

Feijóo abrió las puertas y ventanas del Congreso para cambiar el aire de una cámara de representantes convertida en el templo de esa nueva religión que ha venido a reimplantar el dogma de las dos Españas cainitas eternamente enfrentadas.

Puente se mostró como un fanático monaguillo de esa fe destructiva que cree en las dos Españas machadianas. Fue curioso ver al ex alcalde de la cuna de Delibes intentando hacerle pagar a Feijóo su derrota en las municipales del 28M, sobre todo cuando Puente no dudó en achacar entonces su salida del poder a las desastrosas políticas de su propio líder Sánchez al decir que «a veces en la vida hay circunstancias que están muy por encima de uno».

Las continuas alusiones del candidato popular a la vigencia de la Transición, a la búsqueda del interés general, a un gobierno de todos, a la promoción del acuerdo y del pacto sobre temas inaplazables para el futuro de la sociedad española, fueron todo un manifiesto a favor de todo lo que España puede conseguir sumando esfuerzos. «Divididos nunca lograremos algo mejor», dijo.

Quedó bien claro ayer quién considera que su formación debe ser un partido de Estado al servicio de todos los españoles, y quién piensa que debe ser un Estado de partido al servicio de un proyecto personal de poder. «Una elección determinante -dijo Feijóo- entre preservar lo que nos es común o seguir cavando en un frentismo motivado por intereses personales que acabará por no beneficiar a absolutamente nadie».

Ante quienes pretenden rescatar las dos Españas para beneficiar a quienes no quieren que haya ninguna, Feijóo supo evocar en el Congreso las mejores lecciones del constitucionalismo español. «Fuera de la Constitución no hay democracia», dijo. Pero también quiso recordar los orígenes patrióticos de la soberanía nacional que se pretende trocear, recordando que en las Cortes de Cádiz de 1812 se proclamó que España «no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona». Altura de miras desde aquella histórica lucha del pueblo español por la libertad para el presente y el futuro de una España ganadora.

Al lado de esto, el presidente del gobierno en funciones eligió de portavoz a otro perdedor como él que convirtió las Cortes democráticas en un lodazal sin precedentes en un debate de este calado, mientras la presidenta del Congreso pedía de manera surrealista que los destinatarios de sus insultos no protestaran por respeto a los ciudadanos. Todo un signo de los tiempos.

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