Otegi, ten conciencia de tu maldad y desaparece

Otegi, ten conciencia de tu maldad y desaparece

Cuando alguien que ha cometido crímenes espantosos se hace consciente del mal que ha causado, lo demuestra apartándose de la luz pública y llevando una vida lo más discreta posible. No se puede reconocer el daño y sentir el dolor de los familiares y, a la vez, aspirar, tan ricamente, a ser un representante político a la misma altura moral que los demás. Sí: es una afrenta verle en los telediarios.

El brasileño Julio Santana mató a 492 personas, también niños, como encargo del crimen organizado. Klester Cavalcanti, un prestigioso periodista de su país, le entrevistó para escribir un libro sobre su vida: “492 muertos: confesiones de un asesino a sueldo”. Se publicó en España en el 2018. Como Otegi y los suyos, fue un profesional. Y al igual que él podía empezar cada día con el espíritu tranquilo.  “Nunca preguntaba el porqué de un encargo. Mi única exigencia era cobrar por adelantado. Mataba sin odio, con tranquilidad y en paz. Era bueno en lo mío”. Él estaba en paz porque era un hombre religioso que pensaba que sólo tenía que rezar. A diferencia de él, no está claro si todos los etarras creían que Dios estaba de su lado. Pero, ¿quién quiere a Dios si tienes contigo a tu Euskadi del alma? Su utopía era suficientemente buena para lavarles de todo pecado. Santana, después de cada crimen, rezaba lo que sabía infalible: diez avemarías y veinte padrenuestros. Me pregunto qué invocaron Otegi y los suyos para no matarse a sí mismos viendo los ojos de Miguel Ángel Blanco. Curas en la proximidad los tenían en abundancia. Fuera lo que fuera, funcionaba. Los hombres como Otegi eran, como Santana, “buenos en lo suyo”

«Cada encargo lo llevaba a cabo con tranquilidad y paz, sin odio y sin maldad en el corazón. Yo sabía que estaba libre de pecado, que Jesús me había perdonado, porque rezaba y el dolor y la tristeza se iban». Y lo decía sin el menor remordimiento. Sólo cuando su entrevistador le pidió, por mor de la precisión, sentarse a enumerar las víctimas que meticulosamente había apuntado en un cuaderno se sintió mal. No creía haber matado a tantos.

¿Se sentiría mal Otegi si le obligasen a pronunciar los nombres de todas las personas que la banda asesinó? Mejor no ponerse en duda. En esa declaración solemne en el Palacio de Ayete en la que admitió que el «dolor» causado por ETA «nunca debería haberse producido» es muy probable que se viera como una buena persona. Las circunstancias, la opresión, la putaEspaña, en fin, les obligaron. «Nunca he sido una persona peligrosa. Jamás. Siempre he sido un buen hombre, de buen corazón, que ha tratado a todos con mucho respeto. La gente siempre me ha tenido aprecio», opinaba Santana de sí mismo. Nadie quiere ser un malvado para los suyos. Hasta el peor asesino se reivindica como menos malo de lo que la gente piensa. El ansia por mantener la reputación – ¡incluso en un depravado! – es una necesidad humana con raíces ancestrales.

«Queremos decir a las víctimas de ETA, de corazón, que sentimos su dolor», declamaba Otegi. «Usted no se puede hacer una idea, pero matar es algo grande. Genera una enorme sensación de poder. Tener la vida de alguien en tus manos… Tienes poder sobre la vida», confesaba Santana. Y esta es la cruda verdad. Los asesinos etarras tuvieron la potestad de arrebatar la vida a quien decidían que no merecía vivir. ¿Hay algo más adrenalítico? Y justificarlo a conveniencia con un relato grandioso para levantarse puros cada mañana.

Otegi no tiene remordimientos. Julio Santana, después de contar a sus muertos, se mudó con su familia donde nadie pudiera reconocerlo. Buscó la paz en una granja donde comió la yuca y el boniato que plantaba. Una especie de caserío brasileño. Ahí debería recluirse un arrepentido de verdad. Santana decía que, en sus pesadillas, las personas a las que mató volvían. Pero que bastaba con diez avemarías y veinte padrenuestros para ahuyentarlas.

Así de baratas quiere comprarlas Otegi.

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