No pasarán
Pudimos olfatear su odio apenas iniciamos la marcha en Paseo del Prado. Eran las 19:00 horas. Delante de nosotros, una pancarta gigante permitida por la organización del Orgullo servía para calentar a las masas ya adocenadas, que acudieron a su puntual cita con el desafuero. Masas que eligieron el vituperio al silencio. El exabrupto a la sonrisa. Desde el principio comprendimos que no iba a ser una tarde cómoda. Porque no íbamos a una fiesta, sino a una ejecución pública. Desfilamos como condenados sin culpa, culpables de un crimen no cometido que la izquierda política se ha encargado de alimentar. Durante semanas ha estado comprando a su jurado particular para hacer de acusación popular. Y le funcionó. Cada paso que dábamos era un palmo menos hacia la indecencia que estaba por venir.
Apenas caminamos cien metros. De pronto, parte de la turba intolerante se amotinó como hacían en el 68, solo que en el suelo ya no se tocaba la guitarra ni se gritaba peace and love. Ahora, cubata en mano, nos escupían su odio controlado desde el Ministerio del Interior. Hace cuarenta años estaba prohibido prohibir. El sábado, lo prohibido era ser libre.
Eran las 20:30 horas y comenzaba lo que iban a ser dos horas de lucha contra lo inevitable. Cuando la policía llegó, en principio, para disolver al soviet del asfalto, ya era tarde. Estábamos literalmente rodeados, empapados en agua, en orina, con latas y botellas volando sobre nuestras cabezas, hielos que incluso golpearon a alguno de nuestros compañeros. Nada parecía detenerlos. Ni siquiera la buena gente que entre el público se encontraba. Ese pequeño hálito de esperanza que nos insuflaba apoyo ante la mirada inquisidora del vecino de manifa. Esos ciudadanos libres que se acercaban entre empellones a nosotros para sonreírnos en silencio. Defendían sus derechos, que eran los nuestros. Y los nuestros, que eran los suyos. Pero no podían evidenciarlo mucho más. No cuando representaban a esa minoría callada por la masa sectaria.
Son casi las diez y media de la noche y nos dicen que tenemos que abandonar el lugar. Que la violencia, otra vez, ha triunfado. Impunemente. Cruzamos escoltados la calle entre gritos de “No pasarán”. Apenas si podíamos caminar, rodeados por el rostro del odio colectivo generado en sus caras. Lo peor fue la impotencia de ver a niños de diez años, jaleados por sus padres, esputando, en su ignorante inocencia, “fascistas” a cada miembro de Ciudadanos. No fue fácil. Salir así de una manifestación que debió ser una fiesta como si fueras un violador, un terrorista o un pederasta no te reconcilia con la humanidad, pero te hace más fuerte en tu abrazo con la verdad y la libertad.
Hacía tiempo que no vivía un hecho así. Lo peor es que esto empieza a ser la norma. Ciudadanos es hoy la excusa. Como ayer lo fue UPyD. En realidad, las protestas del sábado por la turba intolerante no son políticas. Tampoco lo hacen por pactos que no existen, ni por derechos que no han perdido. Es sobre todo, y por encima de todo, una acción ideológica. Porque la ideología ha secuestrado, una vez más, a la causa. Y con ello, perdemos todos. Una vez más. Y de nuevo en España.
Ps: Esta breve crónica bien podía haberse redactado en el preámbulo de 1936, la novela negra de nuestra historia. Pero se ha reescrito, y vivido, por desgracia, un nefasto, para los que amamos la libertad, 6 de julio de 2019.