Ni marqués ni marquesa

Ni marqués ni marquesa
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Dirijo este artículo a algunos columnistas de este país. En concreto, a los columnistas varones de los periódicos de color azul, que son una gran mayoría. Vaya por delante que siento devoción por el género masculino. La forma de razonar del hombre y la –generalmente- honradez de las vueltas de sus argumentos son tan directas y sencillas al lado de las esbozadas –generalmente- por la taimada mente de una mujer que, para mí, una tertulia entre hombres es siempre mucho más apetecible que cualquiera entre mujeres.

Con este planteamiento halagador (o, al menos, eso he intentado) queda parcialmente justificada la idea que voy a intentar desarrollar aquí. El tema de fondo es la torpeza implícita en esa forma llana de plantear algunos análisis relativos a la fuerza política más peligrosa del país: “Podemos” (perdón por no escribir la nueva versión del nombre de este partido o partida, pero mi cerebro es incapaz de dar esa orden a mis dedos, así que no puedo teclearlo. Sólo el nombre me remite a una mujer mascando chicle con la boca abierta, buscando una descarada provocación en una febril solicitación de la estética de lo chabacano).

Cuando los columnistas de los dignísimos periódicos de color azul aluden a la pareja que lidera este partido, prodigan sus flechas en dirección contraria a sus verdaderas intenciones. Títulos como “los marqueses de Galapagar” no hacen sino reforzar el éxito de las aspiraciones de la feliz familia. Cada vez que alguien alude a ellos en estos términos, imagino el regocijo interno que tiene que despertarse dentro de sus corazoncitos. Listos, lo que se dice listos, lo son; y muchísimo. Intuyo con acerba exactitud que el villano con aspiraciones a aristócrata debe empapelar sus toilettes con este ramillete de artículos de torpes “flores del mal”.

Por favor, dejen de regalarles el oído. En su paradójica existencia, están cumpliendo con todos sus sueños; y ustedes con sus plumillas están coronando esas aspiraciones. Lo que deben escribir es su falta absoluta de solera, de gravedad clásica; e insistir en su morbo decadente, en su alzamiento como estandarte de la decadencia de una sociedad que permite que esto esté sucediendo. Ellos tienen ya su “paraíso artificial” y esas columnas que pretenden criticarlos o denunciarlos por vivir de la manera contraria a la que su programa político expone no hacen sino reforzar el triunfo de sus anhelos. Donde la crítica quiere ver retórica e ingeniosa delación sólo hay resonancia de continuidad.

La verdadera inocencia es encantadora, pero la astucia que se disfraza de candor es repugnante. Ellos tienen cabezas privilegiadas, no cabe ninguna duda al respecto; es, quizás, lo único que se puede decir en positivo. Aquí deriva el gran peligro que suponen. El egoísmo de sus aspiraciones pasa por destrozar todo la anterior para que, en la nueva etapa que se inicia con su aparición en la historia de este país, su ascenso sea visto como una fina obra maestra. ¡No la apoyen diciéndoles lo que, en su fuero interno, ellos quieren escuchar! No sólo no les insultan, sino que les halagan.

El mejor agravio hacia ellos sería el silencio. No darles tanta importancia. Ir ignorando poco a poco sus ridiculeces e incongruencias, de manera que ya nadie repare en ellos. Ese sería un verdadero suplicio para una pareja que necesita de todos esos artículos que escriben algunos queridos amigos, varones de maravillosas mentes directas y sublimes, pero que no aciertan a la hora de disparar la flecha. Nada de marqueses, ni escoltas, ni chóferes, ni cocineros, ni casoplones; por favor, hablamos de contenedores y del reclamo de justicia de los pobres filisteos.

Traten con indulgencia este texto, se lo ruego. No es más que un dulce reproche para que todos denunciemos con efectividad a aquellos que intentan alcanzar la vida sobrenatural mediante engaños materiales.

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