La nación traicionada

Nación, Pedro Sánchez, sanchismo
  • Pedro Corral
  • Escritor, investigador de la Guerra Civil y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

Si la única preocupación de Pedro Sánchez, al decir de su fugacísimo ministro Maxim Huerta, es qué dirá de él la Historia, el curso de los acontecimientos empieza a perfilar una nítida respuesta a su pregunta.

Es la misma respuesta que lleva grabada más de dos siglos en el imaginario popular con una figura igual de pagada de sí misma, cuya ilimitada vanidad quiso pintar Goya camuflada bajo la natural arrogancia del vencedor, en su retrato después de su victoria en la «Guerra de las Naranjas» contra Portugal: Manuel Godoy, valido de Carlos IV.

Ejecutado el rey francés Luis XVI en la guillotina en 1793, Godoy sumó a España a la coalición europea para declarar la guerra a la Convención revolucionaria. Después del desastre militar español ante los franceses, firmó la Paz de Basilea, con lo que se ganó el título de «Príncipe de la Paz» por sacar a España de la misma guerra en la que la había metido.

Tan firme en sus posicionamientos como una veleta, y a requerimiento del nuevo amo de la Francia revolucionaria, Napoleón Bonaparte, Godoy hizo la guerra años más tarde a Portugal, su antiguo aliado en la lucha contra la Convención. Un nuevo tratado con el corso nos costó el poderío de nuestra flota, desarbolado en la batalla de Trafalgar frente a los navíos británicos.

Godoy, tan propenso a confundir sus intereses exclusivamente personales con los del pueblo español, se arrimó al poder del futuro caudillo galo pensando que podría desactivar las intrigas palaciegas contra su persona y a favor del príncipe Fernando. Lo mismo pretendió este: conseguir del corso la patente para reinar en vez de su padre.

Aquel interés personalista de Godoy le llevó a preparar el funesto Tratado de Fontainebleau, traicionando al pueblo español a cambio de su permanencia en el poder: España permitiría el paso de las tropas de Napoleón para invadir Portugal, que se dividiría en tres partes, una de las cuales, la del sur, pasaría a manos del valido español, al menos como compensación en caso de que Fernando VII accediera al trono.

Cuando Godoy advirtió el engaño del corso, ya era tarde: mientras las tropas de Napoleón ocupaban las primeras plazas fuertes en suelo español, la conspiración fernandina provocaba la caída de Carlos IV y su valido con el Motín de Aranjuez.

Esta es, a grandes trazos, la historia de una nación traicionada que todos conocemos por los libros. La que ahora vivimos no se diferencia mucho en sus más profundas urdimbres.

Coincide, en primer lugar, el sentido caudillista del poder por parte de un Pedro Sánchez que confunde sus propias necesidades con las del conjunto de los españoles. El pacto con los enemigos de la España constitucional, después de haber renegado de ellos en la campaña electoral del 23J, le permitió abortar la noche de los cuchillos largos que se preparaba en el seno del PSOE si no mantenía las manos del partido sobre el presupuesto del Estado y las ayudas europeas.

En segundo término, el caudillismo está estrechamente unido a una concepción patrimonialista del Estado, que lleva a Sánchez a considerar las instituciones como extensiones de su propio partido que es necesario acaparar para lograr sus fines personales. La parasitación del Tribunal Constitucional, la Fiscalía General del Estado, el Banco de España, el CIS y RTVE ha convertido parte del Estado en una facción ejecutora de los deseos de Sánchez.

En tercer lugar, esta concepción patrimonialista sólo puede producirse gracias a que Sánchez cuenta en las instituciones con una legión de súbditos a su imagen y semejanza, sin brújula moral y, por tanto, incapaces de erigir la más mínima objeción ética ante sus atropellos.

Todo sumado culmina en una nueva traición godoyesca a la nación con el único propósito de mantenerse en el poder, al someterla de hinojos ante las pretensiones de un prófugo que ha pasado de lamerse en Waterloo las heridas de su fracaso como golpista ante la España democrática, a exhibirse como triunfador en el mismo centro de Barcelona.

Sánchez no ejerce influencia alguna sobre sus socios, de quienes no es ni siquiera su valido sino su valedor para acabar con la España constitucional. Ambición coincidente con la suya en el aspecto esencial que hace de aglutinante de la coalición: el fin de la España constitucional será el de la alternancia democrática y del sistema de contrapesos a un poder político que todo lo fagocita.

Con ello la extrema izquierda sanchista y los ultranacionalistas harán realidad su sueño de someter permanentemente a todos los españoles, piensen lo que piensen, a sus designios totalitarios, excluyentes y supremacistas. Sánchez ha sustituido los «pactos de familia» dieciochescos por los patti di familia de sello mafioso para intercambiar poder por impunidad, incluida la de su gobierno, partido y entorno.

La democracia y la libertad traicionadas son las de la Constitución de 1978. Con todos sus errores y defectos, principalmente su ingenua fe en la lealtad de quienes nunca han sido leales, ni con la Monarquía ni con la República, como los ultranacionalistas vascos y catalanes, la España constitucional representa la mejor etapa que han protagonizado los españoles en toda su Historia contemporánea.

El gran acuerdo de 1978 puso fin a dos siglos de guerras civiles que asolaron nuestra patria, y que precisamente dieron comienzo con la invasión francesa en 1808 después de que la ambición de Manuel Godoy por permanecer en el poder le llevara a entregarse a Napoleón para atraerlo a su causa.

Hoy padecemos a otro caudillo que se presenta también como «Príncipe de la Paz», haciéndonos creer que la pacificación de los enemigos de la España constitucional pasa por destruir la España constitucional. Pero este capítulo de la infamia está aún por escribirse del todo. Porque la última palabra la tendrá el pueblo español. Por eso Sánchez se resiste a dársela.

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