Menas, cromos y cobardías


Cuando el poder pierde la vergüenza, los pueblos pierden el respeto
—George Orwell—
Los reparten como cromos, como si fueran estampitas de un álbum que nadie quiere completar. menas, les llaman —acrónimo que ya de por sí suena a eufemismo burocrático para no decir lo que son: menores no acompañados, en su mayoría varones, en su mayoría sin intención de integrarse, en su mayoría en riesgo de terminar más cerca de la comisaría que del instituto. No es racismo. Es estadística. Es calle. Es realidad.
El Gobierno de Sánchez, ese tragafuegos de retóricas huecas y promesas a crédito, ha decidido que Madrid sea el nuevo vertedero moral donde depositar lo que ellos llaman solidaridad y lo que en verdad es un desahogo de incompetencias. Lo hace con descaro, con arrogancia institucional, como quien impone castigo a una ciudad que se ha atrevido a no votarles. Cataluña, por supuesto, ni se toca. Es la joya del pacto, el feudo privilegiado donde el PSC de Salvador Illa —ese ministro de Sanidad que gestionó el covid con la templanza de un burócrata de oficina de correos— ensaya ahora el experimento de Estado plurinacional donde todo se perdona… si votas bien.
Al Madrid de Díaz Ayuso, en cambio, le cargan menas. Les acusan de todos los males. Le mandan lo que nadie quiere, sin preguntar, sin consenso, sin pudor. Como escribió Vargas Llosa, «las dictaduras no llegan siempre con botas, a veces lo hacen con sonrisas y urnas manipuladas». Y aquí estamos, en un régimen que no se atreve a decirle a la ciudadanía lo que piensa, porque ni siquiera sabe pensar fuera del marco de su propia propaganda.
El problema no son los menores. El problema es un sistema que los convierte en rehenes de la hipocresía política. No hay integración real. No hay planes sólidos. No hay exigencia. Sólo hay reparto, ocultamiento, victimismo y una narrativa buenista que explota la emoción y desprecia la razón. Como decía Camus, «nombrar mal las cosas es añadir al infortunio del mundo». Y aquí llevamos años llamando solidaridad a lo que es cobardía.
A este país se viene a trabajar, no a delinquir. A aprender el idioma, a respetar las leyes, a esforzarse. Como hicieron los italianos, los portugueses, los ecuatorianos, los rumanos, los senegaleses honrados que llevan veinte años partiéndose la espalda en España. Lo demás es cuento chino de ministerio.
Pero claro, en Moncloa, entre dos arengas y una rueda de prensa, se juega otra partida: la de distraer, desviar y polarizar. Si la realidad no acompaña, la inventamos. Una presunta bomba lapa, por ejemplo, de la que habla sin pestañear Óscar López —el Rasputín de cabecera de Sánchez— con una seriedad que insulta la inteligencia del ciudadano medio. Y luego, en campaña en Madrid, como si no hubiera pasado nada y encima en X, enseñando museos que nunca ha pisado.
Y es que, lectores, no se trata de ser insensible. Se trata de ser sensato. De comprender que acoger no es lo mismo que regalar impunidad. Que un menor que apuñala, que roba, que atemoriza, deja de ser víctima para convertirse en amenaza. Que regular no es sortear, y que si son personas —que lo son— merecen ser tratadas como tales: con normas, con límites, con responsabilidades y con ayuda.
«El hombre libre es aquel que, en medio del estruendo de las pasiones, oye la voz de la razón» que diría —Séneca.
Pero este Gobierno de PNV, ERC, Junts, Sumar, Bildu, etc…, prefiere el ruido. Le va la pólvora retórica. La distracción permanente. La performance moral. Todo lo que suena bien y no hace nada. Porque gobernar exige coraje, no titulares. Y coraje es decirle al país lo que no quiere oír. Que no se puede acoger sin integrar. Que no se puede mantener un sistema sin orden. Que los buenos deseos no construyen hospitales ni patrullas de barrio.
La izquierda, que pretende redimir el mundo sin pisarlo, que jamás ha vivido en un barrio obrero ni ha viajado en metro a las ocho de la mañana, sigue pontificando sobre lo que debe hacer Madrid con los problemas que otros le regalan.
Y mientras tanto, el ciudadano calla, traga y paga. Porque en este país el que paga es siempre el mismo: el que madruga, el que alquila legalmente, el que educa a sus hijos, el que trabaja con lo que tiene.
Los menas no son cromos. Son personas. Pero si seguimos tratándolos como fichas de ajedrez político, acabaremos con un tablero roto y ninguna partida por jugar.
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