Larga vida a la Constitución y al constitucionalismo
Por primera vez en nuestra Historia, una Constitución democrática cumple 40 años. Una Constitución, que nos ha regido a través de todos los avatares a los que hemos estado sujetos desde que se aprobó: un 6 de diciembre de 1978. Hasta ese momento, nuestra Historia constitucional estuvo jalonada de constituciones que una parte de España arrojaba sobre la otra. Cada vez que se conseguía tomar el poder —ya sea mediante elecciones, pronunciamientos o golpes de estado— se adoptaba un texto constitucional sustituyendo al anterior o se negaba la esencia misma del constitucionalismo.
Eso se terminó con la Constitución vigente, adoptada con amplio acuerdo democrático, refrendada espléndidamente por el pueblo español en un referéndum en el que, hay que recordarlo, el mayor porcentaje de votos emitidos positivos correspondió a Cataluña. No en vano se aunaron los esfuerzos de reconciliación protagonizados por buena parte de la izquierda antifranquista con los de aquella otra resistencia que desde el denominado “Contubernio de Munich” se había conjurado para preparar la senda que conduciría a la democracia.
Por eso, esa Constitución, preparada y aprobada con un consenso lleno de acuerdos y de renuncias para que pudiera ser la Carta Magna sentida como tal por la ciudadanía, ha permitido la alternancia política, ha construido un avanzado sistema de derechos fundamentales que muchos quisieran como suyo en otras coordenadas, nos ha permitido integrarnos en la Unión Europea (UE) y ha sido un modelo para otros procesos de transición a la Democracia.
Generosidad
No es de recibo que en estos días, cuando se cumplen estos 40 años de Democracia, nacionalismos y populismos tergiversen el sentido de la Historia y pretendan manipular los conceptos. Y no lo es, por una parte, por la deslealtad escenificada por algunos, a los que se integró generosamente en el consenso constitucional. Recordemos al respecto que el PSOE cedió uno de los puestos que en principio se había reservado en la Ponencia que preparó la Constitución, para que lo que entonces era la “Minoría Vasco-catalana” también estuviera representada en ella.
Y son precisamente ellos mismos —o sus sucesores— quienes ahora arremeten, con mentiras descaradas, contra lo que les ha permitido construir un régimen de autogobierno con el que nunca hubieran soñado y que es, sino el que más, uno de los más descentralizados del mundo. Por otra parte, tampoco podemos aceptar la interesada ignorancia o la desvergüenza de otros, que intentan hacer creer a la opinión pública, especialmente a una juventud que ha sido prácticamente abandonada a los pies de los caballos en cuanto a su formación histórica, jurídico-política y socioeconómica, que están en lucha contra un Franquismo o un Fascismo que no conocieron, ni en persona ni en los libros.
Unos y otros convergen en querer liquidar lo que despectivamente llaman el “Régimen del 78” o la “España opresora”, eso sí, sin tomar conocimiento fundado de lo que hemos venido duramente construyendo, no sólo en España, sino desde que en el Congreso de la Haya de 1948 cuando los demócratas que habían vencido a los totalitarismos se conjuraron en torno a los tres grandes principios que nos han presidido —pese a todos los embates— desde entonces: el Estado de Derecho, la Democracia y los Derechos Humanos.
Consenso
Ciertamente, como suele sucederles a los textos constitucionales, algunas de las regulaciones que contienen deberían ser mejoradas, pues aunque las constituciones se ponen al día mediante su aplicación legislativa y jurisprudencial y se ratifican electoralmente cada vez que la ciudadanía se pronuncia con su voto, el paso de tiempo y las nuevas coordenadas sociales pueden indicar la necesidad de cambios. Procedimientos tenemos para ello, similares a los que también tienen otras democracias europeas.
Pero los procedimientos exigen, como en toda reforma de una ‘ley de leyes’, amplias mayorías, no sólo políticas, sino también sociales. Ello implica que, aunque a veces no estemos ante “tiempos de acción”, sí estemos en presencia de “tiempos de reflexión”, teniendo siempre en cuenta que sólo una reflexión justa, serena y leal puede conducir a reformas que afiancen ese modelo democrático que no se puede destruir sino, todo lo contrario, afianzar.
Somos el único país democrático que no enseña, en la educación obligatoria, en forma sistemática, su modelo jurídico-constitucional o las nociones básicas del funcionamiento de los estados democráticos. No preparamos a nuestras hijas e hijos para que sean ciudadanos, ni para que entiendan el mundo. Ni tampoco para que ejerzan esa ciudadanía que Bobbio reclamaba como libre y consciente. Libre para que pudiera movilizar sus esfuerzos dirigiéndolos hacia la construcción y garantía de la misma libertad, igualdad y solidaridad. Si no les enseñamos eso, no sólo con palabras sino también con los hechos, van a ser presa fácil de todo aquello que en vez de construir destruye.
Analicemos
No hay que loar a la Constitución simplemente por ser constitución. No hay que defenderla acríticamente, petrificándola indebidamente, sino que tenemos que analizar lo que ha ido bien y lo que ha ido mal. Comprobaremos que, muchas veces, no es el texto constitucional lo que no ha funcionado, sino la forma en que ha sido aplicado. Comprobaremos que muchas veces no es necesario cambiar la Constitución para que el sistema político se adecúe a los tiempos. Reformas legislativas, en amplios campos institucionales, competenciales, de participación ciudadana, podrían ofrecer sensibles mejoras en la calidad de la Democracia. Incluso, en muchas ocasiones, simples cambios en la práctica política nos devolverían a un ejercicio de ciudadanía responsable.
Pero, para ello, los grandes agentes políticos, los partidos políticos, dejando a un lado las tan practicadas tendencias cortoplacistas, deberían creerse el Estado. Hasta el momento, es evidente que eso no ha pasado porque, si se lo hubieran creído, la Democracia no hubiera sido puesta en peligro jamás. ¿Por qué? Porque un núcleo duro de principios esenciales hubiera aunado las políticas básicas que vertebran a la ciudadanía haciendo frente a los desafíos y facilitando la cohesión político-social. Y no sólo eso, además se podrían abordar cambios o reformas sin poner en peligro lo que nos une, poniendo al día, en su letra y en su práctica, aquello por lo que luchamos y que los demócratas no nos vamos a dejar arrebatar. Por eso, en su 40 aniversario, no puedo menos que desear larga vida a la Constitución y al constitucionalismo.