Justicia o nada


Decía el maestro Couture que «el derecho se aprende estudiando, pero se ejerce pensando». Hoy, en esta España, a la deriva entre decretazos y sanchismos, ni se estudia ni se piensa: se legisla desde la debilidad y la ambición del poder, se nombra a dedo y se insulta la toga. La Justicia, esa señora ciega, imparcial y fatigada en nuestro país con tamaña corrupción socialista, ha pasado de ser diosa a ser diana. Y todo por las prisas de un Gobierno que quiere cambiar las reglas del juego cuando va perdiendo por goleada moral.
Don Pedro Sánchez, maestro de ceremonias de este esperpento institucional, aparece como esos emperadores de opereta que intentaban nombrar senadores a sus caballos. Sólo que aquí, algunos sin corbata de fiesta mod, tratan de abatir la puerta del Constitucional para blanquear la ley de amnistía con la legitimidad prestada de una mayoría parlamentaria que, en materia de principios, cotiza a la baja.
A la diosa Themis la están manoseando. Le arrancan la venda, le tuercen la balanza y ahora pretenden hasta regalarle gafas de cerca. Para hacernos ver es imparcial Conde Pumpido, y que de nada es responde la Moncloa Sánchez y menos que obedece a un calendario político. Pero esto lo llamamos bochorno, y por la época estival en la que estamos, que también.
Y ahí, encontramos a Bolaños, y vemos directamente una tragicomedia sin pudor: reformar la Ley de Eficiencia Judicial para que cualquiera, si se sabe el nombre de Montesquieu y distingue el rojo del azul, pueda ser juez del Constitucional o del que sea. ¿Acaso es este el sueño democrático del socialismo ilustrado o el del Leninismo de salón, ese que se cuece en los despachos mientras la separación de poderes se ahoga entre togas y micrófonos?
Lo dijo Lord Acton: «El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente». En España, el problema no es sólo la corrupción que huele —de Koldos a EREs— sino la que no se ve, la estructural: la de colocar amigos, destituir adversarios, presionar tribunales, insultar magistrados o convocar referendos para ver si seguimos siendo civilización o patio de colegio.
Los ataques al Poder Judicial ya no son velados: son a pecho descubierto y con la cámara encendida. Ministros que acusan a jueces de prevaricar por ideología sin que les tiemble la voz ni el decoro, portavoces que consideran derechistas a los tribunales que osan no arrodillarse ante el proyecto político de turno. Y todo en nombre de una España plural que se les cae a pedazos si no hay indultos ni amnistías.
Mientras tanto, los jueces callan, resisten, trabajan. Con la resignación del último cirujano en una sala de urgencias en guerra. Pero no están solos. Algunos aún defendemos la Justicia como esa institución que separa la civilización del despotismo. Que no se alquila, ni se reforma a medida del partido, ni se asalta con frases hechas y mayúsculas de redes sociales.
La toga, como la dignidad, no se dobla. Se lleva. Y se honra. Por eso, cuando el poder político escupe hacia el tejado judicial, no sólo debilita a sus jueces: insulta a toda la arquitectura democrática que tanto costó levantar con sangre, consenso y mucha Constitución.
Ya no es que no entiendan lo que es Justicia. Es que no les importa. Y por eso urge recordarlo: sin Justicia, no hay libertad. Y sin libertad, lo que queda no es país, sino escenario.
Y esto ya no es teatro. Es tragedia.
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