La izquierda y el fascismo
La atracción que siente la izquierda por el fascismo es innegable. Lo nombra como quien nombra a un amor despechado o a ese amigo desleal que un día te traicionó sin dar explicaciones. Es tal el placer que provoca en boca siniestra su sombra, que ya no puede vivir sin él. La izquierda y el fascismo son los eternos amantes que nunca reconocerán el perfecto maridaje que hacen como matrimonio de conveniencia. Una es costilla de la otra, la otra no se entienda sin el origen conceptual de la una. Ya en el pasado mostraron recíprocamente su amor. Era agosto de 1939 cuando Alemania y la Unión Soviética, los dos estados totalitarios del momento, sellaron un pacto que iba más allá de un acuerdo de no agresión bélica. El Pacto Ribbentrop-Molotov, firmado en Moscú, confirmaba la simpatía mutua que nazismo y comunismo se despertaban, en ese Jano dictatorial de la barbarie en el que convirtieron Europa durante décadas.
Tras la hecatombe mundial, con los ojos justicieros de Nuremberg consumados, el aparato de propaganda soviética tomó los mandos para adoctrinar a Occidente, durante décadas, configurando una historia adulterada sobre su funcionamiento, origen y esencia, para la cual se sirvieron de los mismos intelectuales que hoy siguen pontificando en su relativismo moral y superioridad conceptual nunca demostrada. Parecía que en 1989 se acababa con una era de obligación debida a Leviatán para abrazar una nueva época, que garantizaría el periodo de mayor prosperidad de toda la historia de la humanidad. Nunca antes como en estos 30 años se habían reducido las desigualdades, provocando que millones de personas en todo el mundo salgan de la pobreza. Ahora que las democracias liberales necesitan ejercitar la reflexión para reinventar la fórmula que tanto bienestar ha traído, la izquierda emerge de nuevo como dique de contención hacia el progreso.
Las democracias, a lo largo del tiempo, mueren por una errónea aplicación del tratamiento curativo. Al virus del populismo se le está tratando hoy con la receta de la demagogia, encabezada por la ideología que más ha invertido en propaganda para esconder su escaso apego a la libertad. No extraña que, en los nuevos hiperliderazgos de izquierdas y en esa asunción de competencias sobre su responsabilidad ante el mundo, el ego haya sustituido al demos. Ya no hay discusiones éticas sobre temas determinantes en la conformación de las sociedades modernas: se habla desde el grito y se propone tras la cortina del rechazo. El personalismo de la izquierda conjuga con el de los populismos de derechas y nos venden nueva mercancía ideológica como mantras de consumo irrefutable. El SMI impuesto ahora por ese matrimonio histórico de conveniencia y convivencia llamado socialismo y comunismo destroza cualquier esperanza de construir una España solidaria y de progreso.
De sentido común para cualquier estudiante de economía de primero de carrera, el social-comunismo que invade la Europa post Lehman Brothers aún no entiende que el Estado no crea el empleo, sino que lo incentiva o facilita. Que atacar a las pymes y autónomos supone cargarte al 90% de aquellos que generan empleo en un país. Que a menos que se acepten euros del Monopoly, la máquina de fabricar billetes no es competencia estatal. Para los adalides del pensamiento liberticida, el bienestar reside en igualar la miseria, no en que los individuos decidan, desde su independencia económica, lo que más les conviene. Hacen del Estado una trituradora de conciencias y oportunidades. Y siguen sin preguntarse por qué ningún país del mundo donde se aplican políticas social-comunistas tiene unos índices de riqueza suficientes para considerarse desarrollado. Porque en esos países, sólo prosperan las élites políticas y empresariales del Estado. Así que, no se dejen engañar. El social comunismo de siempre es, de nuevo, el problema del ahora. Aunque los medios avisten el fascismo, y la izquierda, como enamorada despechada, reniegue del niño desmadrado que un agosto del 39 le dejó en mal lugar.