El hijo de Lilibet

Lilibet

Lilibet pasó muchas horas felices arreglando el cuarto de su primer niño en Clarence House. Hizo pintar las paredes de color crema y puso una alfombra azul. Sus juguetes fueron trasladados allí: soldaditos de plomo, cochecitos y familias enteras de osos Teddy. Todo estaba en perfecto estado, limpio y cómodo. Era una joven embarazada tranquila y felicísima. Se discutió mucho el lugar en el que debía nacer el niño. Los reyes proponían que el nacimiento tuviera lugar en el rincón más tranquilo de palacio, que da a los jardines y al lago; pero Lilibet se mantuvo firme, enfrentando por primera vez su criterio: el niño nacería en su cuarto, entre las cosas que ella conocía.

El 14 de noviembre de 1948, Marion Crawford recibió una llamada de Buckingham comunicándole que Su Alteza Real había dado a luz un niño. Conservó la carta que le mandó ella dos semanas más tarde: «Querida Crawfie, muchas gracias por tu carta y por tus deliciosos bombones de crema. ¿No te parece que es adorable? Casi no puedo creer todavía que sea realmente mío, cosa que es probable ocurra siempre a los padres primerizos. En todo caso, los padres de este niño no podemos estar más orgullosos de él. Es maravilloso que su nacimiento haya dado tanta alegría, a la vez que a nosotros, a tanta gente. Con cariño, Lilibet». Crawford había conocido al niño a los cuatro días, se lo llevó el aya de la princesa. Ya había visto a muchos niños de la familia real y decía que todos guardaban un gran parecido con el rey Jorge V. El bebé tenía «un absurdo aire de madurez y bolsas bajo los ojos». Era fuerte, robusto, con una piel sedosa y tersa. Nadie sabía aún cómo se iba a llamar.

Todos en palacio hablaban del estado de salud del rey, parecía cansado y enfermo. Unos meses antes del feliz alumbramiento, había fallecido repentinamente el monarca heleno, sin descendientes, siendo proclamados Reyes de Grecia Pablo I y Federica, padres de la princesa Sofía, futura Reina de España, que todavía no había cumplido los nueve años de edad. Aquel noviembre de 1948, el Príncipe de Asturias salió de Lisboa hacia Madrid en el Lusitania, donde había muerto un estudiante monárquico en prisión, debido a una paliza que le habían dado los carceleros del Régimen. «Me di cuenta de la trascendencia que podía tener aquello -confesó más tarde Don Juan-, y derramé una lagrimita». En España, se consolidaba la permanencia del dictador. La monarquía española, mientras el primer nieto del rey inglés llegaba a este mundo, tenía una tarea urgente: esperar.

Tras el nacimiento de Carlos, la vida volvió a su cauce normal. El joven matrimonio disfrutaba de una situación idílica y perfectamente creíble. Aquel niño, primero de cuatro hermanos, es desde el pasado sábado el Rey de Inglaterra. Distinguido, carismático, me temo con alegría que también muy disfrutón, Carlos III empieza una nueva etapa de la monarquía europea, manteniendo el liderazgo como eje principal de la distinción y la ejemplaridad implícitas en esta institución, desde el virtuoso matriarcado de la reina Victoria hasta la dulce sencillez de su madre, la Reina Isabel II. Decoro, dignidad y discreción son los ingredientes básicos para demostrar que la monarquía es perfectamente compatible con la democracia, siempre que el rey y el pueblo estén tan imbuidos de sus derechos como de sus deberes. En paz descanse, Lilibet, gracias por su ejemplo.

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