La guerra del PP sólo tiene un ganador: Pedro Sánchez
Por razones familiares viví muy de cerca la travesía del desierto que el centroderecha español hubo de afrontar para recuperar el poder. Un periplo entre ese Egipto que era y es Génova 13 a un Israel llamado Moncloa que se prolongó 13 años y medio, 13 años y medio que se nos hicieron eternos. Los que transcurrieron entre la salvaje victoria (202 diputados) de Felipe González frente a la UCD y AP el 28 de octubre de 1982 y la raquítica a la par que amarga victoria de José María Aznar en ese por otra parte inolvidable 3 de marzo de 1996. ¿Por qué tardó tanto la mayoría natural de este país en regresar al Palacio en el que reside el poder Ejecutivo si desde 1990 al candidato socialista le estallaban casos de corrupción día sí, día también? Por dos razones esencialmente: porque el de Heliópolis ensanchó la base social del Partido Socialista con una política a caballo de la socialdemocracia y el liberalismo absorbiendo a buena parte del votante de centroderecha y porque el adversario se pasaba la vida haciendo realidad esa obra sublime de Francisco de Goya que es Pelea a Garrotazos.
A esta última gran razón hay que agregarle una no precisamente baladí: Fraga era un individuo tan increíblemente inteligente -le cabía el Estado en la cabeza- como no muy listo y, consecuentemente, escasamente astuto. Se las metían dobladas prácticamente a diario. A más a más, hay que recordar que había sido ministro de la dictadura, lo cual le inhabilitaba por aquello de que tras la muerte de Francisco Franco se empezó a hacer tabla rasa. La gran torpeza, empero, no fue el propio León de Villalba sino las batallas intestinas que libraban sus subordinados y que él jamás quiso o supo finiquitar.
El primero en rebelarse e intentar dar un golpe de Estado fue ese traidor eterno que es Jorge Verstrynge: felón consigo mismo, ha sido neonazi y ahora está en Podemos, felón con un Fraga que le hizo un hombre políticamente hablando y felón antes, ahora y siempre con la verdad. El a la sazón presidente de Alianza Popular lo largó de la Secretaría General de Génova 13 con cajas destempladas dando paso a un veinteañero Alberto Ruiz-Gallardón al que apodaban Gallardín por ser hijo de quien era, el inolvidable, brillante y carismático José María, buena gente donde los hubiera.
Fue volver a perder Fraga las elecciones de 1986 y empezar la balacera: la sede de AP era una sucursal de Puerto Hurraco
Si bien es cierto que el banderazo de salida al cainismo lo dio Judas Verstrynge no lo es menos que el partido fue a partir de 1986 un festival de puñaladas en el que la gente acabó optando por circular por Génova 13 con la espalda metafóricamente pegada a la pared por si las moscas. Fue volver a perder Fraga por goleada las elecciones de junio de aquel año y empezar la balacera: la sede de AP era una sucursal de Puerto Hurraco. Todos daban por muerto al catedrático de Derecho Político gallego y todos querían heredarle. Desde el repelente Niño Vicente Miguel Herrero de Miñón hasta el superlativo Fernando Suárez, pasando por un tipazo llamado Alfonso Osorio, ese genial superviviente que es Abel Matutes o el mismísimo Alberto Ruiz-Gallardón que, por mucho que tuviera 28 años, ya apuntaba sobresalientes maneras y soñaba con ser el líder de la derecha patria.
Las aguas parecieron encauzarse en 1987 cuando, contra todo pronóstico, Antonio Hernández-Mancha se impuso al candidato del aparato que era Miguel Herrero de Miñón, un ADN privilegiado -letrado del Consejo de Estado, ni más ni menos- pero con un inconveniente insalvable: era muy listo pero se le notaba y eso en esta envidiosa España se paga. El abogado del Estado andaluz nacido en Extremadura se antojó durante unos meses el mirlo blanco que iba a acabar con un Partido Socialista que actuaba como el PRI mexicano o como el peronismo argentino, como si España fuera un régimen de partido único.
Pues no. Nuevo gatillazo al canto. Tampoco Mancha era la solución ni el antiFelipe que tantos comentaristas vaticinaban. La estúpida moción de censura que planteó aun a sabiendas de que no la ganaría ni por equivocación fue su sentencia de muerte. Volvió Fraga, se desenfundaron las cheiras de nuevo y Felipe volvió a descojonarse desde La Bodeguilla contemplando cómo sus rivales jamás competirían con él, básicamente, porque estaban dedicados a competir entre ellos. Hasta que un buen día a Fraga se le iluminó la bombillita y optó dedocráticamente por el a la sazón presidente de Castilla y León, José María Aznar, a cuyo padre conocía porque había sido director de Radio Nacional cuando él ocupaba la cartera de Información y Turismo durante el desarrollismo franquista.
Aznar tenía claro que había que poner en marcha la estrategia antagónica a la que imperaba entonces: “Unidad, unidad, unidad”
Aznar, que llegó donde llegó porque lo despreciaron -la mismita historia de Ayuso, por cierto-, tenía claro que había que poner en marcha la estrategia antagónica a la que imperaba por aquel entonces. “Unidad, unidad, unidad”, repetía para sí mismo. Se puso manos a la obra en el Congreso de Sevilla de 1990, rescató a ese centro que había huido en desbandada tras el apocalipsis de la UCD (los Mayor Oreja, Arias-Salgado, De Grandes, Arenas, Gabriel Cisneros, Martín Villa y cía), moderó el mensaje y se puso a construir una alternativa que, dicho sea de paso, es a lo que se debe dedicar el jefe de la oposición. Fue la foto del cartel electoral en 1989 pero al mes de ser digitado por Fraga. Y no se desenvolvió precisamente mal porque mejoró en dos escaños los guarismos de un antecesor que jamás pudo superar el techo de los 105. Palmó a la primera de verdad, junio de 1993, pero salió por la puerta grande en 1996. El resto de la historia es conocida: el suyo fue el mejor Gobierno de la historia. Cambió España hasta tal punto que puede sostenerse, sin temor a caer en la hipérbole fácil, que continuamos viviendo de las rentas que nos dejó.
Aznar triunfó no sólo porque tenía un talento descomunal, oculto pero descomunal al fin y al cabo, contaba a su vera con el spin doctor número 1, Miguel Ángel Rodríguez (MAR), y se rodeó de un auténtico dream team, sino porque tenía más claro que nadie que la “unión hace la fuerza” y la división no sólo te hace débil sino que es un bendito regalo para el enemigo echando mano del aforismo latino divide et impera (divide y vencerás). Pero así como la fractura de la AP de Fraga la provocó en buena medida el PSOE con sus malas artes habituales, comprando voluntades incluso, en la que padece ahora el PP nada ha tenido que ver un Pedro Sánchez que bastante tiene con la pandemia, con la brutal crisis económica que está provocando, con sobreponerse a su bien ganada fama de gafe y con aguantar a unos socios de coalición que son una panda de locos, filoterroristas y golpistas.
Que te destruya el enemigo, pase, nadie es perfecto y siempre cabe que el de enfrente sea mejor o más malo que tú, pero que te destruyas a ti mismo es del género más tonto que pueda haber. Propio de tontos con balcones a la calle. Purito masoquismo. Eso es lo que está haciendo el actual PP con más que notable éxito. Al punto que, tal y como comprobarán en la encuesta de Data 10 que mañana publica OKDIARIO, la lista de Pablo Casado pierde un porrón de escaños respecto a la del mes pasado, situándose muy lejos ya de los 132 que llegó a acumular antes de agosto. Con todo, lo más grave es que a duras penas suma ya con Vox y con ese ejemplo de sensatez que es la Navarra Suma de mi tierra.
Si en el PP continúan así, no conformarán la mayoría natural necesaria para echar al socio de ETA, los golpistas y los bolivarianos
La conclusión de Data 10 es coincidente con la de otros sondeos que se vienen publicando en las últimas semanas y muy especialmente desde que el enfrentamiento Génova 13-Sol, o Sol-Génova 13, alcanzó su máxima expresión a la vuelta del verano. Concretamente, desde que Isabel Díaz Ayuso expresó su tan legítimo como lógico deseo de presidir el PP de Madrid y Teodoro García Egea se puso a darle compulsivamente a la máquina de esparcir mierda con la ayuda de un Carroñero más aficionado a los bares y a malmeter que a currar.
Cuando un partido empieza a irse demoscópicamente por el desagüe no lo hace de la noche a la mañana sino gradualmente, cual cruel gota malaya. Eso es lo que le está sucediendo a un PP que, junto a Vox, llegó a reunir 185 diputados en alguno de los estudios previos e inmediatamente posteriores al verano. Y que ahora o no suma o lo hace por los pelos. Si continúan así, no sólo no conformarán la mayoría natural necesaria para echar al socio de ETA, los golpistas y los bolivarianos, sino que se quedarán muy lejos. Sin olvidar esa nueva trampa que les ha tendido el psycho de Moncloa: los partidos de la España vaciada, verdes por fuera pero más rojos que una sandía por dentro.
Casado no puede ni debe ser Antonio Hernández-Mancha. Para empezar, porque atesora 20 veces más talento político. Para terminar, porque España se encuentra en situación límite. Dos años más de Sánchez los podemos soportar si adivinamos en lontananza una gran alternativa liberal como la que protagonizó Aznar o como la que ahora lideran el eficaz Juanma Moreno en Andalucía, la superlativa Ayuso en Madrid, el juicioso Mañueco en Castilla y León, el gigantesco Feijóo en Galicia o el resolutivo López Miras en Murcia. Seis temporaditas más de sanchismo conllevarían el réquiem de la España constitucional que conocemos, una ruina económica que se prolongaría hasta 2040, nuestra definitiva balcanización y una revolución cultural que nos aproximaría al Perú del senderista Castillo, a la Argentina de los Kirchner y el tal Fernández, a la Venezuela del narcoasesino Maduro o al México del pirado de Obrador.
Cada día que Casado y Ayuso pasan en guerra, es un día de regalo a Sánchez, a Otegi, a Junqueras y al delincuente de Iglesias
Casado y Ayuso deben firmar la pipa de la paz inmediatamente. Cada día que pasan en guerra, es un día de regalo a Sánchez, a Otegi, a Junqueras, a Puigdemont, a Yolanda Díaz y al delincuente de Iglesias. Basta con que pregunten a los mayores de Génova 13 para que les cuenten cómo terminan los cainismos orgánicos. A los que vivieron la hégira fraguista o la etapa manchista. Por si acaso, les refresco las declaraciones de Antonio Hernández-Mancha tras las autonómicas catalanas de 1988 en las que el cabeza de cartel, Jorge Fernández Díaz, se llevó en las urnas las bofetadas (pasó de 11 asientos en el Parlament a 6) dirigidas a otros:
—El electorado castiga la sensación de conflictividad interna en el partido. Ha habido actitudes poco ejemplares, comentarios, filtraciones… Eso de que hay gente que va por libre se tiene que acabar—.
Pues eso.
Creo que fue de la boca de mi admirado Abel Matutes de la que salió otra parrafada que bien harían en tener en cuenta los mandamases posmodernos del PP:
—Las desavenencias en los partidos concitan siempre la repulsa del electorado—.
Si Casado, el mejor candidato para resucitar una España en cuádruple crisis (democrática, constitucional, territorial y económica), quiere ser Hernández-Mancha ya sabe lo que tiene que hacer: mirar hacia otro lado y dejar que prosiga el fratricidio. Si anhela convertirse en el Aznar que cambió España tiene que hacerse la foto con Ayuso de una puñetera vez, convocar el Congreso de un PP de Madrid que tiene la misma importancia que el Consulado de Serbia en Ciudad Real y tirar adelante con un solo objetivo: botar al traidor de Moncloa. La guerra del PP sólo tendrá un ganador. Y no precisamente Casado, Ayuso o el campeón mundial de lanzamiento de aceitunas. A este paso llegará el día en el que el speaker de la sede socialista de Ferraz grite alborozado en noviembre de 2023 o cuando carajo sean las generales: “¡Y el ganador de la guerra del PP es Pedroooo Sánchezzzz, perdón, el ganador de las elecciones es Pedroooo Sánchezzzz!”.