Franquito Sánchez

Franquito Sánchez

Si en algo coinciden Francisco Franco y Pedro Sánchez es que a los dos les costó lo suyo llegar al poder. El general ferrolano fue despreciado por sus conmilitones en sus inicios porque era bajito, tirando a enanito, por su voz aflautada, por su beatería y por su parquedad verbal. No se mojaba ni a los pies de un manantial aplicando esa otra vieja máxima que hizo suya: «Uno es dueño de sus silencios pero esclavo de sus palabras». Le apodaban «Franquito». La historia del actual presidente del Gobierno es en este sentido clónica: nadie daba un duro por él en el partido, hasta 2014 no pasó de ser un concejal del montón en Madrid y más tarde un diputadillo al que no conocían ni en su casa y, para más inri, en Ferraz le llamaban «El Guapo» con la perogrullesca intención subliminal de presentarlo como una cara bonita en cuyo interior había poco más que serrín.

Franco llegó a la condición de número 1 del Ejército sublevado contra todo pronóstico. Acumulaban muchos más boletos los infinitamente más carismáticos Emilio Mola, alias El Director, y José Sanjurjo, pero casualmente —o no— ambos murieron en sendos accidentes de aviación. Y eso que el hombre que mandaría luego en España con puño de hierro durante casi cuatro décadas había sido el general más joven de la historia, gentilhombre de cámara de Alfonso XIII, amén de acumular un sinfín de medallas por méritos de guerra en Marruecos.

Al César lo que es del César: lo de Sánchez tuvo indiscutible mérito porque tanto en su primera elección como secretario general en 2014 como en la reválida de 2017 tenía al aparato y a los apparatchik en contra. En la primera noqueó a un Eduardo Madina auspiciado por el hasta entonces número 1, el genial Alfredo Pérez Rubalcaba. La segunda fue el más difícil todavía al ganar a todos y contra todos tras ser desahuciado de mala manera de su despacho en la cuarta planta del cuartel general socialista por su celebérrimo «no es no» a la investidura de Mariano Rajoy.

A su antagonista en las Primarias de hace seis años, Susana Díaz, la respaldaba todo hijo de vecino: desde Felipe González hasta Alfonso Guerra, pasando por José Luis Rodríguez Zapatero y el perejil de todas las salsas, Rubalcaba. Sin olvidar a un Ibex que veía con buenos ojos la irrupción de una socialdemócrata de verdad en el principal partido de la izquierda tras los años de desasosiego zapateril que nos legaron la mayor crisis económica de nuestra historia. Las dos gestas de Sánchez tal vez deberían haber sido objeto de estudio por parte de la vaticana Congregación para las Causas de los Santos, la encargada de determinar si un hecho sobrenatural reviste la condición de milagro o no.

El dictador Franco siempre dio la sensación de estar mosqueado con el mundo y de Pedro Sánchez cabe colegir tres cuartos de lo mismo

El desdén de los suyos generó en el uno y ha generado en el otro un mix de resquemor y rencor que en el primero de los casos dejó mucha sangre por el camino y en el segundo muchos muertos, civiles naturalmente. Franco siempre dio la sensación de estar mosqueado con el mundo y de Sánchez cabe colegir tres cuartos de lo mismo. La única diferencia es que el primero no se inmutaba cuando se enfadaba con alguien, lo mandaba al ostracismo o al otro barrio sin que se le mudase el rostro, y el segundo es elefantiásicamente iracundo. De hecho, acostumbra a lanzar toda clase de objetos por los aires cuando se le cruzan los cables —dicen que más de un móvil ha hecho vuelo sin motor en su despacho— o directamente ametralla a insultos a su víctima como le ocurrió a Félix Bolaños, entre la estupefacción de sus compañeros de Consejo de Ministros, 24 horas después de quedar en ridículo en la Puerta del Sol por obra y gracia de esa Manuela Malasaña que es la jefa de protocolo de Ayuso.

Pero no son los únicos parecidos con la realidad que no resultan coincidencia entre los dos. Sus modos y maneras se asemejan por momentos. Lo sucedido esta semana en la Fundación Pablo VI provoca miedo por no decir pavor a quienes amamos la libertad por encima de todas las cosas. Cuando la gente se autocensura, como vimos en el comunicado de esta fundación previo a la visita de Pedro Sánchez, es que nos encontramos ya en la antesala de un régimen no precisamente democrático. De hecho, una de las características de las autocracias, que es lo que técnicamente es España en estos momentos, reside en la circunstancia de que la gente tiene miedo a expresar su opinión.

Eso de pedir a los estudiantes y al personal que mantengan la boca cerrada, por miedo a «sanciones administrativas», recuerda peligrosísimamente a lo que ocurría en el franquismo. Como franquista era gasear a los manifestantes que se enfrentaban en la calle a los grises para exigir libertad tras 39 años de dictadura y como franquistoide es repetir jugada medio siglo después con ciudadanos que han cometido el delito de protestar en Ferraz por la amnistía y el sinfín de cesiones a quienes protagonizaron el alzamiento del 1-O en Cataluña.

Franco perseguía con saña a los periodistas que se saltaban la censura y Sánchez lo hace con denuedo como, por cierto, confesó en una rueda de prensa en la pandemia ese general de la Guardia Civil empotrado en Moncloa llamado José Manuel Santiago: «Trabajamos para minimizar en la red todo el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno». Lo que traducido al castellano viejo significa que ficharon a todos los españoles y medios críticos con la gestión de una plaga que se tradujo en más muertos e infectados per cápita que nadie y en la eliminación de libertades y derechos que tanta sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas habían costado conseguir tras 40 años de dictadura.

Lo sucedido esta semana en la Fundación Pablo VI provoca miedo por no decir pavor a quienes amamos la libertad por encima de todas las cosas

La frase del general Santiago, al que apartaron propinándole una patada hacia arriba tras su rapto de sinceridad, hubiera hecho las delicias del autoproclamado Caudillo de todas las Españas. Que no sabemos a dónde nos lleva este pájaro exactamente está claro, tanto como que no es un lugar precisamente bueno. La creación de una Dirección General de «Discurso y Mensaje» en Moncloa recuerda peligrosamente al Ministerio de la Propaganda de ese asesino canonizado por la memoria histórica que es Largo Caballero y al del genocida Goebbels.

He de recordar que, con dos pelotas, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) del malversador de José Félix Tezanos preguntó a los españoles durante la pandemia si eran partidarios de «limitar la libertad de información y canalizarla sólo por fuentes oficiales». Una iniciativa que a ningún gobernante anglosajón, escandinavo, germano o francés se le pasaría siquiera por la cabeza porque no figura en sus coordenadas éticas, mentales e intelectuales. Constituiría un imposible físico y metafísico para un demócrata de verdad. Y si en algún momento sucumbiera a la tentación, la idea pasaría a mejor vida en milésimas de segundo por miedo a que le cayera la del pulpo o por simple vergüenza torera.

A Sánchez le importa un carajo ser el presidente menos votado de la España del 78. La prueba del algodón la tuvimos también en el apogeo del virus chino cuando sucumbió a la tentación de gobernar a lo Franco: sin ningún tipo de control. El inconstitucional cierre del Parlamento y los igualmente ilegales estados de alarma certifican, más allá de toda duda razonable, que le molestan los contrapesos inherentes a cualquier democracia digna de tal nombre. Transformó el Congreso y el Senado en un remedo de las Cortes franquistas que existían como meros elementos de atrezzo de una tétrica obra dirigida en exclusiva desde el Palacio de El Pardo. La mítica frase de Franco, «haga como yo, no se meta en política», le casa como anillo al dedo a nuestro otro protagonista. No se meta en política, que de eso ya me encargo yo, Pedro Sánchez, en exclusiva.

Franco tenía por costumbre defenderse de las críticas inventándose enemigos externos e internos. Sobra decir que era un conspiranoico nato. Su satán particular era la masonería. Sánchez pasa de la masonería, básicamente porque pinta en España lo mismo que un vendedor de neveras en el Polo Norte. Pero Su Sanchidad coincide con Su Excelencia —como era obligado llamar al dictador— en su enfermizo odio a Israel, en llenarse la boca de conjuras mediáticas y en exhibir su aversión al capitalismo, al menos de puertas afuera. Dos frases les retratan como almas gemelas en esta materia:

—Repugnamos {sic} el capitalismo porque odiamos el abuso de los poderosos—, afirmó el sátrapa en 1949.

—Algunas grandes empresas aumentan sus beneficios año tras año, pagan bonus millonarios a sus ejecutivos, pero no suben un céntimo a sus empleados—, se descolgó el autócrata 74 años después.

El inconstitucional cierre del Parlamento y los ilegales estados de alarma lo certifican: a Sánchez le molestan los contrapesos de una democracia 

El muro frente a quienes no piensan como él que prometió en su investidura hubiera puesto muy cachondo a Francisco Franco Baamonde -sí, sin h, la h es postiza—. Básicamente es lo que él practicó durante 39 años: gobernar para los que habían ganado la Guerra Civil con él y situar en tierra de nadie a quienes la habían perdido, que tuvieron que optar entre exiliarse o vivir cual apestados en España. Un modus operandi que nos retrotrae al «ustedes no se volverán a sentar en la mesa del Consejo de Ministros» con el que amenazó Pablo Iglesias apuntando con su sucio dedo índice a la bancada del PP y que tiene ligeras reminiscencias con el «ésta es la última vez que este hombre ha hablado en el hemiciclo» que salió de la boca de Pasionaria semanas antes de que el aludido, José Calvo-Sotelo, fuese acribillado por los escoltas de Indalecio Prieto. Una suerte de versión 3.0 del fascistoide Pacto del Tinell, en definitiva.

El intento de asaltar, apabullar o amilanar al poder judicial es otro de los paralelismos entre el franquismo y el sanchismo. Franco no sólo creó una nueva estructura judicial sino que hizo saltar por los aires la legislación existente para confeccionar ex novo una a su medida. El marido de Begoña Gómez imitó a Franco y, sobre todo, a Maduro, cuando lanzó el inquietante globo sonda de modificar el vigente sistema de mayorías reforzadas —tres quintos del Parlamento— por uno de simple mayoría absoluta para elegir el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), lo cual hubiera dejado al PP en evidente fuera de juego. Un proceder calcado del que implementó el narcodictador Hugo Chávez para someter a unos jueces que se negaban a cumplir sus designios. La bronca fue mayúscula intramuros, Europa puso el grito en el cielo y el autócrata se guardó sus tiránicos deseos para mejor ocasión.

El nombramiento de Magdalena Valerio como presidenta del Consejo de Estado fue otra cacicada más propia del franquismo que del periodo democrático. El Tribunal Supremo la ha anulado por una razón de cajón: carece del «prestigio jurídico» que marca la ley para el puesto. La ex ministra socialista es una persona de consenso, querida por todos, a izquierda y derecha, pero no pasa de ser una mera licenciada en Derecho con una oposición menor. Anteriores presidentes como Landelino Lavilla, Miguel Herrero de Miñón y José Manuel Romay son letrados del Consejo de Estado, Rubio Llorente era catedrático, es decir, ADNs a los que el cargo viene como anillo al dedo. Y Teresa Fernández de la Vega es magistrada, por el cuarto turno, es verdad, pero magistrada al fin y al cabo. El varapalo al fiscal general del Estado por parte del CGPJ, que lo ha calificado de «no idóneo» por primera vez en 40 años, muestra y demuestra lo que está perpetrando Sánchez con la separación de poderes.

Su total y absoluta falta de principios permite a Pedro Sánchez saltarse todos los límites éticos, morales y legales habidos y por haber

Donde sí que vuelven a ser un solo hombre Franco y Sánchez es en otro procedimiento cuasiinfalible para someter por la vía de los hechos a la Judicatura: la aprobación de leyes injustas que los encargados de impartir justicia se ven obligados a aplicar sí o sí. El dictador lo hizo con una retahíla interminable de normas y el autócrata está imitándole con esa Ley de Amnistía que no podrá sortear ni el más osado de los magistrados. Lo mismo aconteció con ese Sólo sí es sí que dejó con las manos atadas a unos tribunales que, contra su elemental criterio, se vieron impelidos durante meses a poner en libertad antes de tiempo a los más deleznables violadores, pederastas y abusadores.

Que Sánchez no es el más listo de la clase, lo sabemos, pero nadie le puede discutir que atesora el instinto criminal que le falta a sus rivales, que no le duelen prendas a la hora de dejarse asesorar por gente notablemente más preparada que él y que su total y absoluta falta de principios le permite saltarse todos los límites éticos, morales y legales habidos y por haber. Lo cual facilita notablemente las cosas. Y con este amoral cóctel pretende perpetuarse en el Falcon más allá incluso de los 13 años y medio que ostenta el presidente más longevo: Felipe González. Por eso me permito rescatar la parrafada que Miguel Cabanellas, general coetáneo de Franco, al que conocía seguramente mejor que nadie, echó en cara a sus iguales cuando designaron al ferrolano «generalísimo» en 1936:

—Ustedes no saben lo que han hecho porque no le conocen como yo, si ustedes le dan España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie lo sustituya en la guerra o después de ella hasta su muerte—. Cualquiera diría que estaba hablando de Franquito Sánchez…

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