Y al final, el Poder Judicial

Y al final, el Poder Judicial
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El asedio institucional del presidente Sánchez comenzó al poco de llegar al poder a través de la moción de censura de mayo de 2018. Le faltó tiempo para, en una anomalía democrática, nombrar a dedo una administradora única en RTVE (con “E” de “espantosa”, según ha definido recientemente el ente público la susodicha que lo administra). Le faltó tiempo, también, para cesar al abogado del Estado responsable de los contenciosos penales, tras no arrodillarse ante las exigencias del Gobierno en relación con la acusación a los golpistas del 1-O, sirviéndose a partir de entonces de una institución fundamental del Estado para defender los intereses particulares de un gobierno que luchaba por su propia supervivencia. En aquel verano, también le faltó tiempo para intentar amedrentar al juez instructor de la causa del 1-O, omitiendo su deber de protección ante los agravios golpistas que tuvieron lugar en jurisdicciones extranjeras.

Tras las elecciones de noviembre de 2019, a pesar de estar en funciones, no le tembló la mano para volver a servirse de la Abogacía del Estado en la defensa ante instituciones europeas (TJUE) de los intereses de prófugos y condenados en sentencia firme que, casualmente, a través de sus tentáculos políticos, pocas semanas después apoyarían el nacimiento del Gobierno actual (recordemos que el apoyo de ERC se condicionó públicamente a este hecho). Una vez formado el nuevo Ejecutivo, durante los primeros días del año, no tardó el presidente en anunciar, sin solución de continuidad, el nombramiento de la ex ministra de Justicia y diputada socialista como nueva Fiscal General del Estado. Algunos tenemos todavía muy presentes las declaraciones del Sr. Sánchez cuando dijo aquello de “Es que… la Fiscalía, ¿de quién depende? ¿de quién depende?… Pues ya está”. Y el Ministro de Consumo se sumaba al argumento: “la Fiscalía depende jerárquicamente del Ministerio y de la Presidencia del Gobierno”. Solo así podemos entender el afán gubernamental por promover una reforma de gran calado: atribuir la instrucción al Ministerio Fiscal y finiquitar la investigación judicial.

Bajo el paraguas de la crisis sanitaria se ha incrementado de manera muy notable el ataque al Estado de Derecho por parte del Gobierno. Son muchos los ejemplos que han sido destacados por insignes juristas (estado de excepción encubierto, suspensión ilegal de derechos fundamentales, uso inconstitucional del decreto-ley, etc.) pero lo ocurrido esta semana en relación con la destitución de un coronel de la Guardia Civil sobrepasa cualquier límite que algunos pudiéramos imaginar. Las injerencias más o menos encubiertas del poder político sobre el judicial no son nuevas. Sin embargo, en este caso, lo que se advierte de las noticias publicadas son palabras mayores, por cuanto se estaría, desde el propio Gobierno, pretendiendo influir (quizá impedir) en una investigación judicial en curso. En este sentido, además, la filtración del informe secreto de la Guardia Civil para iniciar un acoso y derribo mediático a una instrucción tiene una relevancia jurídica mayúscula. A partir de ahí, las responsabilidades exigibles a los intervinientes en el asunto de marras deben ir mucho más allá de las meramente políticas.

Lo anterior pone de manifiesto la actitud unívoca de este Gobierno en relación con el Poder Judicial. Quizá se trate de un mecanismo de protección ante el gran número de procedimientos en los que se tendrá que defender, o por mera ideología, según la cual el Poder Judicial debe estar al servicio del poder político, o por una mezcla de ambas, pero lo cierto es que la erosión de uno de los pilares fundamentales de nuestro régimen constitucional parece ser una prioridad en la agenda gubernamental. En este sentido, la punta de lanza serán las renovaciones del CGPJ y del Tribunal Constitucional, que el Ministro Justicia se atreve a reivindicar desvergonzadamente de vez en cuando. Sería un grave error que la oposición cayera en la trampa de negociar un mero cambio de cromos en estos órganos constitucionales, pues daría la puntilla al sistema tal y como lo conocemos. No puede haber negociación sin que el Gobierno rectifique su afrenta al modelo constitucional. Y, sobre todo, no puede haber negociación con quien juega con las cartas marcadas. El Gobierno sabe que el punto débil de la oposición es apelar a la responsabilidad y sentido de Estado y, por ello, alude a estos conceptos espuriamente cada vez que puede. Pero que no nos engañen, pues desde que llegaron al poder han trabajado sin descanso en la dirección opuesta, poniendo todo su empeño en la destrucción de cualquier consenso y, sobre todo, atacando frontalmente la independencia judicial y la profesionalidad de sus principales operadores. Como ya he advertido en alguna ocasión, el principal elemento diferenciador de un Estado de Derecho con una democracia fallida es la independencia de nuestros jueces. Desde el mismo momento en que eso se destruye y es asumido por la sociedad, el imperio de la ley se desvanece y la arbitrariedad se consagra como forma de gobierno.

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