Fascismo de dos velocidades
Paseaba estos días por Ámsterdam. En una mañana nublada, habitual allí, como si el tiempo respetara el olor a historia, me adentré en la casa donde vivió Anne Frank, la niña que dibujó el horror y la esperanza en la parte de atrás de la vivienda que compartía junto a su hermana, sus padres y otros amigos de la familia. Allí se escondían de la miseria humana que el mundo estaba sufriendo. Durante dos años, resistieron la búsqueda nazi que rastreaba los alrededores, persiguiendo cualquier latido judío de decencia. Cuando creían que no les descubrirían, un chivatazo alertó de su guarida a los oficiales alemanes. El resto de la historia ya la conocemos. Siempre he pensado que no hay delación más cruel que la del chivatazo amigo, porque confirma que la deslealtad es la morada perfecta del hombre. Toda barbarie necesita de chivatos y cómplices, de esclavos en vida que huyen de la muerte a base de golpear la memoria de los suyos.
Los cínicos del fascismo son aquellos que toleran con parche la ciega destrucción de sus compatriotas. Mucho antes de aquello, en abril de 1909, se publicó en Italia este manifiesto: “Nosotros queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad… Queremos exaltar el movimiento agresivo, glorificar la guerra, el patriotismo el gesto destructor de los libertarios, las hermosas ideas por las cuales se muere y el desprecio a la mujer”. Lo que parece un canto fascista a la violencia en realidad obedece a los deseos de Marinetti, un poeta con ínfulas de revolucionario, que quiso hacer del arte la máxima expresión de rebeldía moderna. Creó el ‘Manifiesto Futurista’ que serviría de inspiración al rechazo estético del momento y enmarcaría las acciones del fascismo ulterior. Mussolini vio en el futurismo la nueva estética con la que seducir a un pueblo cansado del statu quo burgués. El fascismo actual no es futurista. No aborrece del pasado para acoger con entusiasmo los nuevos tiempos.
Más al contrario, construye un imaginario simbólico sobre el que emerge una profunda aunque falsa mitología. Porque sin simbolismo, el nuevo fascismo quedaría en episodios coyunturales de kale borroka y circo parlamentario. Abominan los nuevos fascistas de toda vanguardia porque representan el triunfo de la decadencia, basada en estereotipos construidos bajo propaganda y relatos adocenados. En Cataluña, como antes en Alemania, se vive un fascismo preocupante, no por las hordas de segadores de la razón, sino por la complacencia conformista de esa élite intelectual que lo acepta. Un fascismo de dos velocidades que trataré de explicar en breves líneas: el fascismo de primera velocidad lo representan los soldados de la causa que, con la violencia callejera y las coacciones directas a los disidentes políticos del movimiento nacional, instauran el miedo social, tan importante para la consecución de fines como invencible sin parapeto judicial enfrente. Son aquellos que pintan de lazos amarillos las calles de Cataluña, escrachean sedes (sic) y grafittean paredes de comercios no afectos a la causa. Como pasaba en el País Vasco hace unos años.
Como sucede allá donde el nacionalismo pone sus tentáculos. Primero señalar al diferente, luego hacerle sentir incómodo. Por último, acosarlo moral y físicamente. A este fascismo de violencia verbal y callejera, de corto alcance en secuencias de acción, se le suma un fascismo de segunda velocidad: los aliados directos e indirectos de la causa. Los directos ejercen de patrocinadores, pagadores de esa fiesta abominable desde la perspectiva democrática como fue el 1 de octubre, aquellos quienes articulan desde un canal de televisión todo el odio contra la mayoría pacífica de la población, esos que ejercen de adalides del periodismo para justificar bajo capas de pluralismo donde sólo hay fanatismo de una dirección. Estos me preocupan más: porque a los primeros se les puede juzgar y meter en prisión. Pero los de segunda velocidad son los que acaban por convencernos de que odiar a España y poner lazos amarillos en las casas es libertad de expresión. Son los que banalizan el mal porque del mal viven. La niña de la casa de atrás lo sabía antes de que la atraparan.