Europa mira a Le Pen
Francia siempre fue rompeolas de Europa, el dique jacobino que contenía los torrentes de extremismo y miseria humana que en muchas naciones florecieron en el siglo XX. La patria de Diderot, Montaigne y Voltaire, de Victor Hugo y Monet, de Matisse, Tocqueville y De la Boetie, forjada avant la lettre bajo hechuras de superioridad escrita y ética, vive semanas de euforia y desconcierto por lo que pueda pasar en estas elecciones presidenciales. El 7 de mayo por la noche sabremos si en París se sigue entonando el himno de la alegría o retumbarán tambores de guerra bajo tumulto sobrevenido.
Este martes ha habido un adelanto en forma de debate. A diferencia de España, en Francia —como en Estados Unidos— los debates de campaña sí significan algo. Centran en el ciudadano sus programas y sus intervenciones y, a menudo, modifican las decisiones previas del votante y las voluntades creadas según las sensaciones dejadas en el transcurso de los mismos. Recuerden aquel «señor Mitterrand, usted no tiene el monopolio del corazón de los franceses», con el que Giscard D’ Estaing venció en 1974 las presidenciales. O esa lapidaria frase: «La diferencia entre usted y yo es que usted no quiere que haya más ricos y yo que no haya más pobres», con el que Sarkozy quiso arrinconar a Hollande en el debate de 2012, antes de que éste le replicara: «Pues ahora hay más pobres y los ricos son más ricos». Frases como puños que ganan debates y campañas.
En esta ocasión, 11 candidatos han puesto en valor la fortaleza de un pluralismo en el país que menos concesiones hace al mosaico multipartidista. Todos pelean por pasar a la ronda final junto a Marine Le Pen, favorita de la primera vuelta, hija de aquel desconocido Jean Marie que debió su fama a una entrevista, allá por los 80, en la que se levantó para pedir un minuto de silencio por los muertos del comunismo. De aquel lepenismo queda poco en el Front National. La inteligencia de Marine moderando posiciones respecto a la cuestión judía y homosexual, junto al comportamiento equilibrado en público ante creencias opuestas —velo musulmán— le han granjeado simpatías allá donde el padre provocaba recelo y grima. Posee un discurso ecléctico, menos abstracto que otros populismos de postín, y ha hecho de su campaña ‘En el nombre del pueblo’ un mantra reconocible e identificable. La rosa azul, que busca conquistar al obrero y seducir al conservador, es un acierto de marketing. Tiene el apoyo del antiguo votante comunista del sur de Francia y la periferia de las grandes ciudades, la defensa de sectores castigados por la crisis y renuentes a la inmigración reciente, a quienes ha prometido que su futuro será diferente porque volverán a un pasado de mayor esplendor. Prometer el ayer aunque sea para mañana es la base de toda demagogia populista.
Enfrente, un socialismo que sigue sin encontrarse y unos conservadores que fingen unidad donde solo hay pose neogaullista. La Europa que no ha sabido construir un relato propio que unifique voluntades y genere ilusión por compartir un trayecto común, aquel que diseñaron los Schuman, Monnet, Churchill o De Gasperi, centrará sus esperanzas en Macron, el centrista moderado, el liberal equilibrado, el socialdemócrata moderno, el único que puede frenar la pulsión populista por retroceder el minutero del continente a tiempos demasiado lejanos. Le Pen es el síntoma de una Europa sin proyecto, casi en decadencia, que quiso unirse con fundadores al modo americano y va a acabar explosionando al modo balcánico, incapaz de saber qué quiere ser y hasta dónde puede llegar. El Brexit fue un aviso, ante el que la Unión Europea aún tiene mecanismos de recomposición y supervivencia. Una victoria de Le Pen y el cumplimiento ulterior de sus promesas respecto al Tratado de Lisboa y su relación con el resto de países de la Unión, acabaría definitivamente con un proyecto para el que se han vendido demasiadas lámparas y pocas alforjas.