España vive anclada en su pasado

España vive anclada en su pasado

Durante la última semana del mes de agosto, cuando las vacaciones se apuran y a pocos días vemos el fatídico momento del regreso a la realidad cotidiana, damos rienda suelta a las cábalas y conjeturas sobre lo que será septiembre, negro o gris y nunca despejado. Mes duro por excelencia en el que nos atragantamos con la resaca de un verano maravilloso. Las típicas charlas de sobremesa de las cenas veraniegas centradas en deleitarnos con nuestros intensos días de asueto, las proezas vividas, las gestas deportivas logradas, los apasionantes e intensos amaneceres vacacionales, los románticos atardeceres, las escenas crepusculares, las aventuras y desventuras de la navegación por las plácidas aguas del Mare Nostrum… todo queda atrás en los últimos días de agosto porque nuestras cabezas bullen con los atisbos del síndrome postvacacional.

Septiembre es ese dichoso mes que, al igual que los lunes, tendría que desaparecer del calendario. Los pagos imprevistos, los electrodomésticos que se estropean, aquellos desembolsos de los que nos hacíamos los longuis y ahora ya no hay más remedio que afrontar, las liturgias laborales que cumplir con todos los deberes que afrontar pospuestos con la excusa del paréntesis de las vacaciones, la dura vuelta al colegio de los chavales, los universitarios que ven cómo el inicio de curso cada año se anticipa. En fin, regresamos a la normalidad tras unos días, semanas o, en el mejor de lo casos, meses excitantes, de descaso y desconexión. Septiembre a la vista, sí, ese momento que igual angustia a más de uno pensando en la dureza del nuevo curso, que transcurrirá hasta junio o julio del próximo año, muchos meses por delante plagados de incertidumbres de todo tipo, cargados de incógnitas políticas y de interrogantes económicos.

Quiérase o no, esta es la realidad que hemos de aceptar. Así que, con su venia, dejo de elucubrar acerca del buen sabor de boca veraniego y empiezo a discurrir pensando en el cambio de hora de otoño que es entonces cuando entramos en la fase baja del ciclo anímico. El tema del verano, en ocasiones abordado con rigurosa seriedad y en otras destilando fina ironía, es el de exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos que, para confirmar la tradicional costumbre de un país que vive anclado en sus fantasmas y que permanece encadenado al mes de noviembre de 1975, se regula, ¡cómo no!, a través del imperturbable instrumento que es el decreto-ley.

Ordeno y mando

Vaya por delante que el uso y abuso de esa figura del decreto-ley, contemplado en el artículo 86 de la Constitución española, constituye toda una afrenta genuina y atávica por parte de cualquier Gobierno hacia el Estado de Derecho que precisamente se distingue por que el poder y su actividad vienen regulados y garantizados por ley y no a golpe de decreto-ley, ese subterfugio que permite, sin que se justifique, que en caso de extraordinaria y urgente necesidad el Gobierno pueda dictar disposiciones legislativas provisionales. Con una ciudadanía mansa como la española, los gobernantes se adueñan de la soberanía popular, destilando delirios dictatoriales, saltándose el ordenamiento democrático, y promulgan decretos-leyes a su libre antojo.

Y la gente, como siempre, callada. Algunos poniendo el grito en el cielo, pero sin capacidad de reacción. Personalmente, ni entro ni salgo en cuestiones como la sepultura de los muertos porque considero que es algo que forma parte del pasado. Volver la vista atrás es bueno para aprender de todo aquello en lo que nos equivocamos, para evitar que se repita el dicho de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra y siempre que sirva para enmendar nuestros errores.

Empero, la impresión que uno tiene del asunto de marras, desde la perspectiva veraniega, es la de que España, por más monsergas que nos suelten, se ha quedado varada en el mes de noviembre de 1975. Que el tema de más rabiosa actualidad durante el estío de 2018 sea el del decreto-ley que autoriza la exhumación de Franco, confirma que quienes tendrían que coger las riendas de España y encaminarla hacia su futuro sólo se dedican a leer atentamente páginas pretéritas que no llevan a ninguna parte.

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