De los errores de cálculo a la voracidad tributaria
Los descuadres en las cuentas públicas, responsabilidad gubernamental y por ende indelegable, no son culpa de la ciudadanía, atropellada y acorralada, sino de quienes rigen los destinos de la Hacienda Pública española. Sin embargo, su calamitosa gestión sobre las finanzas españolas, por más que se proclame el autobombo y el triunfalismo a la vez que esgrimiendo aquella sobada excusa de la herencia recibida, pasa una costosa factura a nuestras empresas y, por consiguiente, a nuestra economía, al empleo y a la inversión, a esos tibios destellos de crecimiento y a la tan cacareada recuperación que, como consecuencia de la lamentable falta de diligencia de quienes tanto exigen sin exigirse a ellos mismos, se le abre una vía de agua que actúa en perjuicio del tejido empresarial español.
Subir y bajar impuestos, como si de montarse y desmontarse en un tiovivo se tratara, no es serio ni coherente. En 2014, con la vista puesta en las elecciones, se optó por llevar a cabo una pseudoreforma fiscal, sin responder tal decisión a ningún clamor popular, cuyos ejes fundamentales fueron remendar, a la baja, el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, buscando el favor ciudadano que se había perdido justo a finales de 2011 tras la formación del Gobierno del Partido Popular, y reformar el Impuesto sobre Sociedades de cabo a rabo al punto que una nueva ley reemplazó a la previamente existente que había sido objeto de infinidad de modificaciones convirtiéndose en un singular laberinto legal e indescifrable jeroglífico interpretativo. De hecho, el nuevo Impuesto sobre Sociedades no respondía a ninguna petición desde las filas empresariales y las pifias en sus cálculos nos han llevado a una tormenta tributaria dañina para nuestra economía.
En mayo de 2015, el máximo responsable gubernamental, en funciones, de nuevo con el reto de las re-elecciones de junio por delante, afirmaba en una entrevista al Financial Times: «Subimos los impuestos al comienzo de nuestro mandato y en 2015 rebajamos el impuesto sobre la renta y el impuesto de sociedades. Si los ingresos fiscales siguen aumentando, como lo hacen ahora, podemos planificar otra rebaja», lo cual se interpretaba por parte de los votantes a guisa de anuncio de una futura reducción de las cargas tributarias si la opción política gobernante era la elegida por el electorado. La política fiscal forma parte de la política económica. Lo mínimo que se le puede pedir a quienes asumen la responsabilidad de gobernar es seriedad y una hoja de ruta clara, sin titubeos, para que guíen nuestra economía hacia una auténtica recuperación que no solo se plasme en pomposos datos macroeconómicos sino en la economía de los bolsillos de los españoles.
La imprevisibilidad gubernamental no puede ser divisa corriente en un entorno económico excesivamente cambiante en estos tiempos. Legislar en términos tributarios dando bandazos a diestro y siniestro constituye una torpeza extrema. El contribuyente no puede estar constantemente expuesto a los caprichos de unos responsables políticos que a modo de veleta van modificando las leyes según sople el viento. Las previsiones presupuestarias formuladas por el ejecutivo no pueden, en cuestión de pocos meses, sufrir considerables desviaciones. O se conoce el terreno que se pisa y se anda con seriedad o, de lo contrario, hay que renunciar a la conducción de las finanzas públicas para que otros asuman tal responsabilidad.
Que el año 2016 se cerrará con un déficit importante, y lejos de aquellos objetivos comprometidos en su día con Bruselas, es algo que quien más quien menos, por poco avezado que estuviera en esas lides, podía pronosticar fácilmente. En el mes de abril de 2016 las previsiones elaboradas por el mismo gobierno, en funciones, y comunicadas a Bruselas, preveían un déficit público para este año 2016 de 40.899 millones de euros, con un montante total de gasto público de 468.774 millones de euros y unos ingresos del conjunto del Estado de 427.875 millones. En octubre de este año, el gasto público se incrementa en 2016 a 472.974 millones de euros – 4.200 millones de euros de diferencia – frente a unos ingresos previsibles de 421.809 millones – 6.066 millones menos respecto a las cifras previstas en abril -, arrojando un déficit de 45.098 millones.
Pues bien, a partir de ese desaguisado presupuestario y de los errores de cálculo de nuestros responsables hacendísticos, toca pagar el pato a las empresas y a los consumidores, a los propietarios de inmuebles y a los cotizantes a la seguridad social… A la postre, es y será nuestra economía la que tenga que asumir un peaje excesivamente elevado. De ahí la importancia que tiene para nuestro país que las cuentas públicas funcionen con orden, buscando el equilibrio, sin gastar más de lo que se ingresa, ajustando cada partida a lo que sería un modelo de presupuesto base cero (PBC). Al no ser así, somos todos nosotros quienes hemos de apechugar con esa mochila que supone un freno en avances económicos.
En su día, dijimos que era inconcebible cuando el partido – ejercicio 2016 – se adentraba en su último cuarto de hora – mes de octubre de 2016 – que por parte del árbitro – Gobierno – se alteraran las reglas del juego. Venía a cuento esa afirmación de resultas del cambio operado en los pagos fraccionados del impuesto sobre sociedades que, de un plumazo, implican que unos 8.000 millones de euros transiten desde el sector empresarial español hacia el sector público en un período de apenas tres meses, entre octubre y diciembre de este año.
De golpe y porrazo, la tesorería de nuestras empresas, muchas de ellas de tamaño mediano, soporta una bofetada dolorosa al extremo que se ha producido una avalancha de solicitudes de aplazamientos de pago por la falta de dinerario para hacer frente a una decisión gubernamental tan drástica e imprevista. Lo curioso del caso es que apenas se ha oído a la representación empresarial quejarse por tal atropello cuando los empresarios de a pie claman al cielo. Y lo más abracadabrante es que a partir de ahora, por decreto-ley, se elimina la posibilidad de aplazamiento o fraccionamiento de determinadas obligaciones tributarias, entre ellas los mencionados pagos fraccionados del impuesto sobre sociedades, lo que equivale a un azote brutal para nuestro tejido empresarial, que seguirá sin manifestar sus reivindicaciones.
Pues bien, el Real Decreto-Ley 3/2016, del 2 de diciembre, que adopta medidas en el ámbito tributario dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y otras medidas urgentes en materia social, es como una especie de bomba económica. Sin ánimo de entrar en su detalle, que se traduce en otra vuelta de tuerca doliente para nuestras empresas por los reajustes que se hacen en el impuesto sobre sociedades, subidas en impuestos sobre el alcohol y tabaco, actualización de valores catastrales a modo de nuevo catastrazo, aumento de bases de cotización… cabe barruntar sobre ese Real Decreto-Ley 3/2016.
Por lo pronto, se echa mano, sorteando la más exquisita y escrupulosa técnica jurídica, de una licencia que nuestra Constitución permite al Gobierno cual es la de dictar decretos-leyes sólo «en caso de extraordinaria y urgente necesidad». ¿Dónde está aquí el caso de extraordinaria y urgente necesidad si ya en el mes de abril de 2016 se sabía que nuestras cuentas públicas no iban a dar la talla y el incumplimiento de los compromisos de déficit con Bruselas sería flagrante? Otra vez, en apenas dos meses, el Gobierno torea al respetable recurriendo al decreto-ley, tal cual se hizo el pasado el pasado 30 de septiembre al promulgar el Real Decreto-Ley 2/2016 por el que se introducían medidas tributarias dirigidas a la reducción del déficit público para, por la vía de la urgencia y el atropello, variar las reglas del juego en materia de pagos fraccionados del impuesto sobre sociedades.
¿Se están ajustando las modificaciones tributarias o remiendos legales, que encubren una fantasmagórica reforma fiscal, a los cauces constitucionales? Las consecuencias de las nuevas medidas que varían los esquemas del impuesto sobre sociedades y se promulgan el sábado 2 de diciembre de 2016, entran en vigor con efectos de 1 de enero de 2016 por lo que son aplicables para el ejercicio que se cierra este mismo mes de diciembre. ¿Es admisible que los profundos cambios operados en la Ley del Impuesto sobre Sociedades, justo en diciembre de 2016, se retrotraigan a 1 de enero de 2016? ¿Cómo es posible, en tales circunstancias, que las empresas españolas puedan planificar fiscalmente el ejercicio?
¿Se está respetando la seguridad jurídica y la estabilidad normativa con todo ese paquete de modificaciones tributarias? En palabras del Tribunal Constitucional, en su sentencia de 15 de marzo de 1990, «la exigencia del artículo 9.3 – de la Constitución española – relativa al principio de seguridad jurídica implica que el legislador debe perseguir la claridad y no la confusión normativa, debe procurar que acerca de la materia sobre la que legisle sepan los operadores jurídicos y los ciudadanos a qué atenerse, y debe huir de provocar situaciones objetivamente confusas (…). Hay que promover y buscar la certeza respecto a qué es Derecho y qué no. Provocar juegos y relaciones entre normas como consecuencia de las cuales se introducen perplejidades difícilmente salvables respecto a la previsibilidad de cuál sea el Derecho aplicable, cuáles las consecuencias derivadas de las normas vigentes, incluso cuáles sean éstas».
Sólo resta por nuestra parte despedir estas líneas evocando el principio de capacidad económica reconocido en nuestra Constitución, que proclama: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica, mediante un sistema tributario justo, inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá carácter confiscatorio”.
¿Hasta qué punto se respeta en la remozada –a golpe de decreto- Ley del Impuesto sobre Sociedades dicho principio de capacidad económica cuando se limitan derechos como el de la compensación de pérdidas fiscales? Y, por cierto, en materia del Impuesto sobre Sociedades España va con el paso cambiado o nadamos contracorriente. En nuestro entorno europeo, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia y otros países de la Unión Europea han puesto en marcha bajadas en dicho impuesto. Y Donald Trump también se ha pronunciado en los mismos términos para las empresas norteamericanas.