La entrega de Pamplona a Bildu es sólo un síntoma
A nadie debe sorprenderle lo que acaba de ocurrir en Pamplona. Diré más: estaba cantado -salvo para quien va con orejeras por la vida-, que los herederos de ETA se aliarían con el PSOE para hurtar la Alcaldía de Pamplona, a quien había ganado las elecciones. Pero esto no ha ocurrido de la noche a la mañana, es un episodio más de un plan diseñado en sede socialista y ejecutado punto por punto por cada una de sus terminales.
El primer gran error de percepción es considerar que los socialistas se han entregado a Bildu. No, por Dios; los socialistas comparten objetivo porque comparten destino con los herederos de ETA. Obtener el poder sin ningún tipo de limitación ética o moral ha sido el objetivo de ETA desde que nació; obtener el poder sin ningún tipo de limitación ética o moral es el objetivo de Pedro Sánchez desde que consiguió el poder primero en el PSOE y después en el Gobierno de la Nación.
Claro que para lograr su objetivo, unos y otros, necesitan de la complicidad social. Ambos saben que hay un denominador común en el comportamiento humano, y es que para evitar comprometerse personalmente se tiende a quitar importancia a las situaciones poco agradables que ocurren fuera del ámbito personal. Y ambos han jugado con maestría esa carta; los primeros, socializando el miedo a las bombas, a las balas, a la persecución; los segundos, socializando el miedo al ostracismo, a la descalificación, a la marginación política y social.
Los primeros aprendieron que había una sociedad dispuesta a pagar en cobardía el tributo para que la dejaran en paz. Hacer como que no veían, no escuchar, no decir nada en alto para que nadie conozca lo que pensamos o sentimos ha sido una constante en la generación de vascos a la que pertenezco. Callar al entrar en un bar en el que por la televisión se estaban emitiendo imágenes del último atentado, hacer como que no veíamos las imágenes de dolor, el féretro, el cadáver tendido en el suelo apenas cubierto por una sábana, el paraguas caído junto al cuerpo inerte, la niña con sus miembros amputados en brazos del guardia civil perseguido por el humo de la bomba, la llamarada, las lágrimas, los gestos de perplejidad y dolor, el llanto de la madre… ha sido el comportamiento cotidiano de una inmensa mayoría de la sociedad en esta parte de España en la que he nacido y sigo viviendo.
El instinto básico de protección ambiental (normalización, lo llamarían después) empujaba a la mayoría de la población a actuar como si eso no fuera con ellos. Callar, pedir unos zuritos como si tal cosa mientras las imágenes de la pantalla mostraban el horror, separarse en el paso de peatones si coincidían con alguien escoltado, no fuera a ser que rebotaran las balas, no meterse en política… era el seguro para que le dejaran a uno en paz. Dejar de saludar a las víctimas, a las viudas de los asesinados, a los familiares de quienes se sabían señalados era la forma de pagar el otro impuesto revolucionario con el que han cotizado una inmensa mayoría de vascos.
Durante aquellos años negros se fue gestando lo que vivimos hoy. El silencio cobarde ante la barbarie fue el sedimento imprescindible para que cuajara el blanqueamiento que vendría después. Tanto callar, tanto mirar para otra parte, tanto pensar que «ya lo arreglarán» para no tener que hacer nada, tanta falsa empatía, «¡qué horror!…», tras algún atentado imposible de ocultar mientras seguíamos con nuestras vidas… ha hecho posible que lleguemos con normalidad hasta este nivel de degradación.
Los traidores y renegados que hoy compadrean con los que entonces dirigían la banda terrorista creen saber que sus actos no tendrán repercusiones políticas negativas para sus aspiraciones de poder. Ellos, con sus asesores en politología y comportamiento humano pagados con nuestros impuestos, tomaron la medida a la sociedad y han constatado en las últimas elecciones generales que no tiene coste electoral para el PSOE cerrar acuerdos con el partido que ha puesto criminales en sus candidaturas y rinde perpetuo homenaje a los terroristas y a la historia de terror de ETA.
Los renegados socialistas han visto cómo los españoles han aplaudido en las urnas que hayan nombrado testaferro de la democracia al partido que está dirigido y vertebrado por miembros de la banda terrorista que instauró 857 muertos para impedir que triunfara la democracia; los renegados han comprobado que esa sociedad que calló incluso cuando mataban a sus vecinos está más que dispuesta a tragar lo que le echen para que le dejen en paz, para que lo acepten en el rebaño de lo políticamente correcto y le sigan dando su paguita. Para no destacar, para no comprometerse, para no crispar, para que no le llamen ultra… lo más rentable sigue siendo mirar para otro lado.
Ellos, los renegados, han ido cumpliendo su plan, etapa por etapa. Primero reconocieron a ETA como interlocutor político con el que negociar cuestiones políticas y nos dijeron que era «por la paz». Y como la mayoría tragó -los que no lo hicimos fuimos calificados inmediatamente como personas que no quieren la paz, que vivían mejor «con ETA», rencorosos, radicales, nostálgicos de ETA…- los renegados siguieron adelante.
Lo de Pamplona no es sino un paso más en la ejecutoria del plan. De hecho, aunque sólo han transcurrido dos días desde que un representante político de la banda terrorista ETA es alcalde de Pamplona, la noticia ya no está en las portadas en ningún medio generalista y mucho menos en los informativos de televisión. Y, por supuesto, cuando aparece –dos días, solo han transcurrido dos días- alguna noticia al respecto siempre es para «señalar» a los de Otegi, como si ellos no fueran unos menos comodines del plan de Sánchez para levantar ese muro entre españoles con el que sueña y que le permitiría ostentar el poder como un auténtico autócrata.
Pamplona no es más que un síntoma. Un síntoma de la avaricia de poder de un renegado que dirige el Gobierno de la Nación y el PSOE; pero también un síntoma de la falta de cuajo de la sociedad española en su conjunto, adocenada, callada, individualista, resignada. Vendrán tiempos peores, sí, vendrán. Porque la rana se ha ido durmiendo plácidamente en el agua caldeada… Y porque parece no haber nadie –ni nada- capaz de hacerla salir de su caldero.
Así las cosas, deseo un año 2024 en el que las personas cobardes tengan pesadillas y no puedan dormir tranquilas. Deseo un 2024 en el que los felones, los traidores y los renegados no puedan salir a la calle sin ser señalados por sus convecinos. Deseo un año 2024 en el que los malditos que han decidido blanquear su historia de degradación ética y democrática borrando los delitos de sus socios políticos no puedan mirarse al espejo sin sentir asco de sí mismos.
Ni que decir tiene que aunque ya no creo en los Reyes Magos sigo creyendo en la fuerza indestructible de la bondad humana. No descansen, buena gente, resistan, amigos.