Doña Baltasara

Baltasara

Las personas mayores, si han sabido gestionar bien sus experiencias, son un cúmulo de sabiduría aplicada. Ayer mismo, mientras esperaba en la puerta de la iglesia a que llegaran mis hijos, una anciana de rostro ancho y moteado de rojo debido a la frecuente libación de bebidas malteadas, y cuyo volumen se incrementaba más por la abundancia de capas bajo las que estaba sepultada como el cogollo de una coliflor, me regaló algunas de sus reflexiones, que acepté con gusto. Su aspecto saludable, a pesar de su longevidad, con el cabello plateado y ligeramente ondulado, era la antesala de la sorprendente jovialidad que desprendía este excéntrico personaje.

Aparecieron mis tres hijos puntuales, les dije que se adentraran y cogieran sitio en la primera bancada, que yo esperaría a su padre ahí mismo. En realidad, me divertía demasiado esa anciana que, mientras yo daba estas directrices, no paraba de guiñarme ambos ojos como si fueran estocadas de complicidad amistosa. Su espíritu de conquista avanzaba derechamente, con buena había topado. «A medida que la edad permite juzgar mejor las cosas, las riquezas del pasado, los viejos y primeros modelos, nos penetran de nuevo con una serenidad fría», sentenció mientras seguía guiñándome ambos ojos. Me mordí los labios para no soltar una carcajada.

Continuó diciendo que las personas dotadas del raro poder de la atracción llevaban parejo el don inapreciable de ser amadas. «Algunos le llaman carisma; yo prefiero la palabra duende». Me dijo que ella había estado bendecida siempre por esa suerte y que todavía le quedaba una chispa de fuego, que utilizaba cuando «la tierra seca del buen juicio» aparecía. Ahí confesaba su adición a empinar el codo, que yo ya había acertado a adivinar viendo su rostro. «Mi condena es mi encantador aire de galantería constante. Me introduce en una salvaje y violenta tensión que, a mis ochenta y un años, no es muy saludable». Afirmó rotundamente que era cosa pública en Sevilla que, donde ella aparecía, todo el mundo quedaba inundado por el buen humor: «Ése es mi verdadero don: la alegría».

En ese momento, comenzó a sonar el órgano. Le sonreí con dulzura y me dispuse a entrar, la misa iba a comenzar. Era el día de Navidad. La anciana me cogió por el brazo y me dijo: «Jesús quiere decir gracia, perfección, esperanza, perdón de los pecados, amor eterno. ¿Entiendes lo que quiero decir?». Intuía que había un doble sentido, pero no alcanzaba a comprenderlo. Continuó: «En un rincón de Andalucía hay un valle risueño… ¡Dios le bendiga!». Nunca olvidaré la energía con la que soltó tales palabras. Toda ella era una singular mezcla de capricho y benevolencia, que frustraba todos sus sobrios intentos por parecer una persona cuerda. «Según la noble y vieja lengua castellana, yo me llamo doña Baltasara, la anciana de la Navidad».

El ingenio es un ingrediente poderoso y punzante, demasiado ácido para algunos estómagos; pero el humor sincero y espontáneo es el aceite y el vino de un encuentro feliz. Llegó entonces Jaime a salvarme, una vez más. Mi jovialidad comenzó a templarse, con mi fiel y apropiado amor al decoro. Doña Baltasara desapareció sin avisar. Entramos en la iglesia, una nube de incienso nos envolvió. «¿Con quién dices que hablabas, Clara?». Me llevé el dedo índice a los labios, suplicando silencio. Lo había entendido todo. Me acurruqué en el banco, junto a los míos. Sonajas, panderos y zambombas. Ignota anécdota que sólo la imaginación comprende. ¿Borrar una arruga de preocupación o cautivar un atribulado corazón en un momento de tristeza? Ojalá estas palabras hayan servido para algo de esto.

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