Don Tancredo Évole
El tancredismo hace tiempo que ha aterrizado en los análisis políticos para quedarse. En algunos casos de manera perpetua, parece. Como zombie del nuevo populismo catódico, se arrastra por nuestras pantallas para regurgitar criterios de mamachicho: carne visual, manifestada en ceños fruncidos, tono de voz compungida, mirada de cura moderno, convirtiéndose en el envoltorio necesario para explicar complejos problemas que la masa de sofá no entiende. Ejemplo: Cataluña y sus golpistas, perdón, independentistas. Acude puntual a la entrevista para mostrar su impertérrito carácter ante situaciones de tensión colectiva. Hace de bálsamo de fierabrás ante conflictos que ni el mejor diplomático del mundo podría manejar. Se posiciona sin remedio, aunque quiere pasar por tolerante centrista ante los extremos. Que un tancredista posicionado hable de equidistancias suena a monólogo de Eugenio, catalán de voz nasal y humor tan negro como el procés.
El Don Tancredo actual intenta buscar explicaciones del delito de Putschdemont y cía con frases como “vale, se han saltado la ley, pero, ¿la solución es la cárcel?», y ahí sobresale como rey impertérrito Jordi Évole. Don Tancredo en toda su esencia. Ahora no se conforma con hacer reportajes fast food, de consumo rápido y digestión difícil, aunque algunos sí merecieron el tiempo de postcena dominical. Ahora quiere convertirse en referente del sesgo equidistante, por el que solicita la amnistía del delincuente para no cabrear más al pueblo catalán. Hasta el “buen periodismo” cae en la falacia facilona del nacionalismo. Resulta que a Don Tancredo le molesta que la ley castigue a quien se cisca en ella. En su buenismo pueril, que marca con una equis el límite entre justicia y delincuente, Don Tancredo pasea su mascarada mediática haciendo de pobre defensor del golpismo catalán. Él, que se fotografió con Otegi el etarra, masajeando la espalda de quien asesinó, junto a sus compinches de txapela, a decenas de catalanes. Él, que decía que había que perseguir la corrupción política sin compasión y paseó por ello su cámara por toda la España del PP, pero salvó de su impenitente micro a la Cataluña divergente de tantos por ciento, de pagos al portador y de seny andorrano.
Él, defensor de las causas perdidas, mientras éstas sean de cuatribarrada incomprendida. Convertir en referencia del periodismo a quien hace populismo catódico es irritante. Don Tancredo Jordi es un hombre atrapado en el miedo a confesar su pensamiento, un personaje tragado por la política, en palabras de Hannah Arendt. Manifiesta su apego al independentismo dadaísta desde el sentimentalismo comprensivo y ramplón. Su tuit sobre el desastre que suponía para Cataluña que los delincuentes entraran en prisión subleva al sentido común. Él, santurrón como pocos, sabe que tiene a fieles amontonados a porrillo frente a la tele para disfrutar de su “buena praxis” habitual. El follonero ahora receta calmantes de comprensión a todos los fachas que osamos pedir que se cumpla la ley.
En la cadena en la que hace misa dominical se han acostumbrado a decirnos qué es el buen y el mal periodismo, haciendo pasar por lo primero lo que es un dislate en sesión continua. Ir de objetivo cuando la hemeroteca te desmiente es tener la cara muy dura. Como Don Tancredo Jordi, que da lecciones en sesión golfa mientras se fue a darle abrazos a un terrorista que nunca condenó su miseria moral y factual. Don Tancredo predica la limpieza política sin acordarse del masaje felador que le dio al gobernante más corrupto de toda Europa, al que no le sacó aquello de “a partir de ahora, de ética “parlarem nosaltres”. Porque Don Tancredo prefiere ver, amagar, aguantar, dar y retroceder. Prefiere la impunidad de las acciones siempre que éstas sean familiares de sus ideas políticas. Cuando son contrarias, tarda —sin tilde y en minúscula— milésimas de segundos en tuitear al mundo su pensamiento. Así es Don Tancredo Jordi, un hombre adicto a la máscara quien, al grito de caretas fuera, ha mostrado en los últimos días su verdadero rostro estelado.