Dignidad, en Agamenón y en su porquero

Dignidad, en Agamenón y en su porquero

La sociedad española ha soportado durante los más de 44 años de nuestra vida en democracia dos amenazas internas: el independentismo terrorista de ETA y el golpista catalán. La neutralización del objetivo de ambos, que no es otro que la desaparición, por desintegración, de nuestra nación, ha exigido nuestra atención, nuestros esfuerzos y nuestros recursos (incluidas muchas vidas). A pesar de todo, dar una pelea digna a esas amenazas nos ha merecido la pena y en estos años, como recordaba el sábado Felipe VI, no nos ha ido tan mal; sin embargo, más que conveniente, es necesario recordar que nos habría ido mejor sin estos injustos e injustificados ataques.

¡Pero hasta aquí hemos llegado! Alguien ha decidido dejar de pelear, o al menos dejar de hacerlo dignamente, contra quien quiere destruirnos; sin darse cuenta, o quizás sí, que las renuncias serviles humillan a todos los españoles y refuerzan al enemigo. Más aún si entre las concesiones está desactivar las armas que se han mostrado más efectivas: el cumplimiento de las penas por los delitos de los terroristas y los secesionistas, las leyes con las que castigar sus comportamientos y, por último, la fuerza de las instituciones constitucionales, esas mismas que el jefe del Estado señaló varias veces como la base y garantía de nuestra convivencia.

Pues eso, los delincuentes están ya en su casa (o en camino) y rehabilitados políticamente, las leyes que permitieron condenarlos ya se han derogado y, además, junto con las leyes se ha entregado el compromiso de no acudir a la justicia para defender a la nación española de unos delitos que ahora se llaman actos políticos. Porque exactamente eso es lo que significa la desjudicialización que predican y que supone la prevaricación implícita de los gobernantes, especialmente el presidente del Gobierno y la ministra de Justicia, que saben que, venga de quien venga, un acto ilegal hay que recurrirlo, juzgarlo y sentenciarlo. No se trata de un «si quiero lo hago y si quiero no lo hago»; instar la persecución de un delito es una obligación y no hacerlo es, asimismo, otro delito.

Y ahora, para que resulte inútil el posible restablecimiento de las leyes derogadas, toca volar el andamiaje institucional que, desde el Tribunal Constitucional hacia abajo, soporta, en el marco del estado de derecho, nuestra convivencia. El elegido para hacer, desde dentro, ese trabajo de derribo es Cándido Conde Pumpido que, con aquello de «las togas y el polvo del camino», siempre ha defendido la teoría de la independencia y la imparcialidad limitadas de la justicia. Cuesta encontrar el motivo por el cual este jurista gallego, hijo y nieto de magistrados, que tiene una aportación notable a la ciencia jurídica penal y procesal y que tiene una enorme ascendencia sobre la magistratura y la fiscalía, se avenga a dilapidar su prestigio utilizando su inteligencia y experiencia para retorcer el espíritu de la norma suprema y modificar la doctrina constitucional en beneficio de proyectos separadores de base racista o supremacista.

Tampoco se entiende que en el pleno del TC convocado para resolver el recurso del PP el día 15 de diciembre, que precisamente era el día de san Cándido, se entregara con más virtuosismo que virtud a la defensa de la separación de poderes sosteniendo que uno de ellos prevalezca siempre y limite la autonomía y las funciones del resto.

Es más fácil entender ese despropósito en todos los voceros del sanchismo que están entregadísimos al ilimitado poder de la mayoría parlamentaria, incluso cuando esa mayoría atropella groseramente las normas y los procedimientos. Ya que se han puesto tan estupendos en recordar que el parlamento representa la soberanía nacional (ellos dicen popular, con la terminología de las `pseudo democracias´ marxistas), podían hacer reparo ético en que un buen número de los parlamentarios están aprobando leyes en sentido completamente opuesto al que prometieron a sus electores.

Pero ya sabemos que Sánchez no está ni por la ética ni por la estética. Porque, ¿qué es eso de pasearse delante del Rey en la estación de Chamartín, con un gabán trescuartos y envuelto en un pañolón de los de famosillo con operaciones de cirugía? Como dejó claro Ronald Reagan en aquellas ruedas de prensa con Gorbachov, al aire libre y con temperaturas bajo cero, un mandatario no puede aparecer embozado, encogido y con las manos en los bolsillos. En definitiva, a nuestro presidente del Gobierno le hace falta dignidad, respeto institucional y, si tiene tanto frío, una camiseta de Thermolactyl.

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