Del gasto público a la Barcelona abandonada a su suerte
Este año, el gasto público total sumará, según el Plan Presupuestario del Gobierno remitido hace pocos días a Bruselas, 516.300 millones de euros. Bastantes millardos de euros los consume la mastodóntica industria política que, entre Administración Central, Comunidades Autónomas y otros entes de dudosa catadura, España, cual monstruo, ha ido engendrando a lo largo de las últimas décadas. Una descentralización del Estado si bien manteniendo cierta centralización que provoca serias dudas tanto en el plano empresarial como a título particular cuando uno tiene que tramitar cualquier asunto y presentar el impertinente e interminable papeleo de rigor.
Una industria política muy obesa, de coste multimillonario, que ni es útil ni tampoco eficiente. Si hoy España partiera de un presupuesto base cero (PBC) para concretar su gasto público, ni por asomo éste alcanzaría esos impagables 516.300 millones de euros ni el coste de la ineficaz parafernalia política ascendería a muchos millardos de euros. Las cosas si se construyera ex novo el aparato estatal responderían a modelos más simples, no con estructuras de dinosaurios, sino más acordes con esta era tecnológica y digitalizada que vivimos. Sobrarían burocracias, excesos administrativistas y, sobre todo, grasa política.
En 1909, la semana trágica de Barcelona marcó jornadas aciagas. Recuerdo la angustia con la que mis abuelos, en mi infancia, me narraban aquellos tristes sucesos que en seguida enlazaban con las vicisitudes de los años de nuestra guerra civil.
110 años después Barcelona sufre otra tensa semana trágica que menoscaba su solvencia, daña su topónimo y lastra su crédito. Barcelona, y determinadas ciudades catalanas, atraviesa una situación muy compleja y preocupante. La ciudad que se redescubrió en 1992 y se fue labrando un merecido prestigio como urbe de referencia, mediterránea y cosmopolita, con unas infraestructuras de nuevo cuño que la empujaban competitivamente, con una proyección de lustre a lo largo y ancho del orbe a caballo de la celebración de los Juegos Olímpicos, haciendo de Barcelona un lugar abierto al mundo, plural, vigoroso, aprovechando su excelente climatología y tocada con aquel hechizo gitano que cantaba el inolvidable Peret, despedía la gran cita olímpica en el verano de 1992 con un mensaje positivo gracias a las voces al alimón de Josep Carreras y Sarah Brightman: Amigos para siempre.
Estos días se ha desatado en la ciudad condal una violencia inusitada que conlleva destrucción económica en el presente y cara al futuro, un aluvión de cancelaciones hoteleras, fugas precipitadas de turistas, cruceros que evitan recalar en su puerto, tiendas castigadas sin hacer caja y vandálicos actos de pillaje, una ciudadanía con miedo evitando pisar la calle, mobiliario urbano destrozado, empresas a las que no llegan suministros y fábricas que interrumpen su producción. Barcelona y Cataluña sufren.
Lo peor de todo, sin embargo, es que lo que se conoce como autoridad política, la de Madrid y la de Barcelona, anda desaparecida. ¿Puede rebajarse el gasto público? ¡Hombre, faltaría más! Porque la pregunta que muchos se formulan, en este trance tan amargo que vivimos los barceloneses y catalanes, al margen de cuál sea la ideología política de cada cual y siempre caracterizados por la sensatez, es: ¿para qué sirve la autoridad cuándo ni se preocupa ni se ocupa de los ciudadanos y los deja tirados a su suerte? Desde luego, los millardos de euros de coste de la industria política que campan a sus anchas por los 516.300 millones de euros de gasto público en el que incurriremos en 2019 no es que simplemente puedan recortarse, sino que necesariamente tienen que podarse de cuajo y sin concesiones…