Del amor al odio
«Haciendo barrio contra el capitalismo, el patriarcado, el fascismo y el racismo». Así reza, literal, el perfil oficial de la cuenta en Twitter de Distrito 14. Semejantes etiquetas para un mensaje que, además de poco atractivo, no es original. Odio heredado y rancio. Lo peor no es que se alimenten en estos grupúsculos los instintos más bajos y oscuros que pueda conocer el ser humano, lo peor es que sus miembros se jacten de ser esclavos de una rebeldía sin causa que rezuma venganza, revancha y rencor. No hay nada más noble que luchar por unos ideales, por aquello en lo que uno cree. Pero la voluntad y la determinación de hacer valer una opinión, por muy acertada —y no es el caso— que sea, no confiere la potestad ilimitada del ataque a los demás como modus vivendi. Quienes odian a sus congéneres, quienes desconocen y reniegan de sus orígenes y de su identidad, se repugnan tanto a sí mismos, se avergüenzan tanto de su amoralidad y su incapacidad para utilizar argumentos lícitos, y sobre todo legítimos, con los que desmontar al adversario, que sólo les queda el discurso envenenado.
Desconozco qué clase de placer abyecto puede esconderse en la maldad absoluta e impasible de quienes disfrutan, gratuitamente, con el dolor ajeno y se mofan de la desgracia. Pero más allá de la corrupción, de las imperfecciones del sistema, de la regeneración política, de la economía, tenemos un enorme problema. Si la violencia se enquista como forma de protesta normalizada, los sicarios de “vuestro odio, nuestra sonrisa” y la “caza al pijo”, acabarán por aplicar la “justicia proletaria”, esa bastardía revolucionaria que nace en la democracia de la represión y la guillotina de los tribunales populares.
Esta sociedad está gravemente enferma si consume más mentiras que verdades, si trata por igual a los delincuentes y a sus víctimas, si permite que quienes celebran la muerte de una persona bailen impunes sobre su tumba. Esta sociedad agoniza entre los nauseabundos comentarios sobre Víctor Barrio, mientras aniquila hasta la más sutil y educada discrepancia con los colectivos de especímenes “protegidos” y no son sólo animales. Esta sociedad se deshumaniza cuando se indigna más ante el sufrimiento de un toro que de una persona. Esta sociedad se autodestruye si un maestro sólo puede dar lecciones de crueldad emocional y evidente indigencia mental.
Algo de cordura y esperanza queda cuando la Justicia, por muy imperfecta y parcial que sea, dictamina con impecable lucidez que los comentarios vejatorios, los que buscan la humillación de las víctimas de cualquier clase, constituyen un delito de odio y, por lo tanto, no son amparables bajo el paraguas de la libertad de expresión. Y ahora vendrán algunos a hablarnos de censura, de dictadura y de fascismo exacerbado… ¡No! No se trata de criminalizar opiniones discrepantes, sino de combatir actuaciones que suponen un grave quebranto en el régimen de libertades y alteran deliberadamente el orden social con sus actos. Lo calificarán de barbaridad y totalitarismo los mismos que, mientras denuncian la falta de pluralidad en los medios de comunicación privados, estarían encantados con un monopolio estatal controlado por ellos, claro. Seremos un país de pandereta sobresaturado de imbéciles con una visibilidad y repercusión que no se merecen. Pero oigan, lo nuestro es el cotilleo, el morbillo, la picaresca, hasta la envidia como deporte nacional… no el odio. Del amor al odio, la indiferencia.