Deconstruyendo el procés
El 1-O la policía actuó salvajemente contra ciudadanos que pretendían votar. La intervención de la policía nada tuvo que ver con la fake new que proyectó el nacionalismo –todo el procés, de hecho, no es más que una enorme fake new—. Los agentes hicieron su trabajo en condiciones muy adversas, entre tumultos en los que se mezclaban el borroka y la abuelita, con arreglo a un diseño de producción donde nada se había dejado al azar, y que tuvo como preámbulo la indigna espantá de los Mossos. Y aun así, se trató de una actuación casi modélica. Baste recordar que no hubo más que un herido grave, Roger Español, que perdió un ojo de resultas de un pelotazo, y no precisamente en el vestíbulo de un colegio, sino en mitad de una algarada callejera en la que él mismo tomó parte, como demuestran las imágenes en que se le ve lanzando una valla metálica contra un furgón. Por lo demás, los catalanes votamos en las elecciones municipales, autonómicas, generales y europeas. Lo que impidieron las fuerzas del orden no fue el derecho al voto, consagrado en la Constitución, sino el secuestro de la soberanía.
En España, una democracia europea, hay presos políticos. Ello no entraña contradicción alguna, por más que el nacionalismo —cuya relación con la democracia se aprecia nítidamente en el principio que lo informa: yo tengo más derechos por haber llegado primero—, insista en presentar a España como una gran mazmorra bananera. Sí, en España hay presos por razones políticas. ¿Y qué? También es el caso, por ejemplo, de los terroristas de ETA, cuya criminalidad era de orden político. ¿O es que los delitos que se cometen en nombre de la política son más susceptibles de ennoblecimiento que los delitos sexuales o los delitos económicos? España es una gran democracia, en efecto, y no ha hecho más que activar sus defensas frente a individuos presuntamente responsables de actos gravísimos, como son la rebelión y la sedición.
La llama del procés sigue encendida. En absoluto. Lo que ahora estamos viviendo es el crepúsculo de una revuelta por la que, en verdad, ningún revoltoso estuvo dispuesto a sacrificar una sola hora de trabajo, y a la que ya sólo le quedan el folklore y algún que otro conato de violencia, que a medida que la agitación vaya retrocediendo será cada vez más residual. En el aniversario del 1-O, el soberanismo ha tratado de tomar la calle, pero la verdad es que apenas ha reunido efectivos. Al menos en Barcelona, que es lo que importa.
Es la hora de la política. Todo apuntaba a que Pedro Sánchez trataría de finiquitar la crisis con un nuevo capítulo de concesiones, es decir, aplicando la misma receta que nos ha llevado a este punto. A esto se reduce la mal llamada ‘hora de la política’, a seguir cediendo al chantaje. De todos modos, no parece que vaya a llegar a tiempo. Torra, o lo que es lo mismo: el CDR presidencial, no sabe qué hacer con el poder. De acuerdo con su lógica, debería arriar la bandera española de la Generalitat y liberar a los presos, pero le faltan arrestos. De ahí que plantee ultimátums como el del referéndum en 30 días, que lo que persigue en verdad es la reactivación del 155, y así regresar al mullido sofá del victimismo.