Celaá, la corrupia que quiere devastar a nuestros hijos
De pequeño fui a la escuela pública. Guardo de ella un gran recuerdo gracias a maestros inolvidables como don Inocente, don José María o don Carmelo. En aquellos tiempos, en un pueblo de la ribera de Navarra, los chicos éramos lo más parecido a las bestias, de manera que los profesores de los que hablo repartían hostias justificadas a discreción a fin de someternos y encauzarnos para que, una vez calmados, pudiéramos aprender algo de provecho. Luego enseñaban e instruían como no he visto jamás. Don Inocente era mi favorito. El primer día de clase nos enseñaba una vara de madera. Al primer golpe sobre su mesa debíamos levantarnos, con dos sentarnos, y si nos portábamos mal, que era muy frecuente, teníamos que ir al estrado desde nos propinaba un varazo con nuestra mano abierta. Si la retirábamos, eran dos golpes, o sea que no compensaba. En aquella época, y dada la turba reinante, la disciplina era básica. Pero lo importante es que nunca aprendí mejor matemáticas que con este hombre recto, cariñoso y enciclopédico en un pueblo tirando a mezquino.
Si tales sucesos hubieran ocurrido en estos tiempos modernos, y estos señores majestuosos todavía vivieran, la teoría dominante me conminaría a denunciarlos por maltrato. Yo en cambio los venero. Y no soy masoquista. Nunca aprendí tanto y tan bien. Jamás he visto tanto respeto por el alumno y por su formación. Desgraciadamente, la ministra Irene Montero -ministra por ser pareja del macho alfa- nunca comprenderá lo que digo, y Celaá, la rica bilbaína progresista y feminista, tampoco.
Después mis padres se empeñaron, por razones que sería largo de explicar, en llevarme al Colegio de los Sagrados Corazones de la villa, regentado por monjas. La buena noticia es que las monjas repartían también guantazos irreprochables con la misma generosidad si tu comportamiento era punible, o sea que estaban igual de bien orientadas en el terreno de la disciplina. A estas también las adoro. A Sor Pilar, la directora, que me dio en una ocasión un bofetón de aúpa, tremendamente merecido, y a Sor Mariví, que nos daba clases de todas las materias imaginables con un pundonor y una eficacia similar a la de don Inocente. Cuando les cuento estas cosas a mis hijos se ponen a ver el móvil.
Ya he dicho muchas veces que el socialismo lleva décadas corrompiendo la educación de nuestros hijos. Desde los tiempos de Franco. Ahora, Vox primero y el PP después -como siempre rezagado cuando se trata de asuntos de principios- han recurrido con causa la nueva ley que ha elaborado la ministra Celaá -esa corrupia desabrida- aduciendo que posterga al español como lengua vehicular, que castiga a la escuela concertada y que impide la educación especial que tanto beneficia a los niños con problemas. Pero la ley Celaá va mucho más allá. Representa la puntilla para todo lo que la educación tiene de mérito y de sacrificio, permitiendo el pase indiscriminado de curso, desafiando la colosal ‘Parábola de los Talentos’.
La norma está consagrada a un igualitarismo extremo que condenará a la gente con menos recursos al ostracismo y, en fin, tiene ese aire hediondo de fin de época para todos los que aspiramos a la excelencia. El de ser un engranaje de terrible efectividad en el cumplimiento de una agenda antropológica e ideológica que la historia ya ha sepultado por los horrores que ha provocado allí donde se ha hecho y todavía se hace realidad.
Como remate de este ejercicio de delincuencia común, el Ministerio de Educación presentó la semana pasada el nuevo currículo para los estudiantes de Primaria y de Educación Secundaria, en el que se liquida el aprendizaje memorístico y acumulativo en favor de una “propuesta competencial”. Una de las expertas progres que ha asesorado a la ministra en este despropósito dice que “se considera que una persona es competente en la medida en que adquiere un nuevo conocimiento que le lleva a actuar en el mundo de manera distinta”. ¿Y qué diablos quiere decir esto?
Minusvalorar la memoria y los contenidos que forman parte de la instrucción no es una buena idea, porque son la base de todo. El diario ‘El Mundo’ publicó el pasado 28 de marzo un editorial muy apropiado en el que decía: “Pretender desbancar la importancia de la memoria durante el proceso de formación obligatoria es un dislate más en aras de abrazar una pseudo pedagogía que se dice progresista y que consiste en aprender a aprender, que por supuesto nadie sabe en qué consiste. Menos aprender y estudiar, todo lo demás”.
Mi amiga y gran experta en educación Alicia Delibes escribió hace tiempo un artículo memorable en la Red Floridablanca que no me resisto a reproducir parcialmente. En él afirmaba que “una educación humanista no tiene que ver solo con las asignaturas de los planes de estudio, sino también con los valores que se pretende transmitir a los niños y jóvenes durante los años de formación. Una educación que persiga la más completa formación humana debería al menos ocuparse del desarrollo de las tres potencias del espíritu que Santo Tomás tomó de Aristóteles: la memoria, el entendimiento o inteligencia, y la voluntad. Pero la memoria, no sólo como método pedagógico, sino también como la facultad de aprender de nuestros antepasados, conocer sus hechos, sus pensamientos, su ciencia y su arte está hoy totalmente desprestigiada”.
“Se comenzó por decir que no se debía dejar que el niño aprendiera las cosas de memoria porque entonces no razonaba. George Steiner, uno de los pocos gigantes que quedan entre nosotros, ha alabado la memoria como la facultad que hace más libre el entendimiento y la conciencia del hombre. En su opinión, si la memoria no se ejercita, como ocurre con los músculos, acaba por atrofiarse”. “Un buen profesor -como los míos de la escuela pública y las monjas de después- consideraba que su tarea era conseguir que sus discípulos aprendieran cuanto más mejor. Por sentido común sabía que no a todos los niños se les podía exigir lo mismo porque no todos tenían la misma facilidad para aprender, pero era muy consciente de que su responsabilidad era lograr que todos sus alumnos desarrollaran al máximo sus capacidades intelectuales”.
“Un día empezó a decirse que el desarrollo del intelecto individual podía ser fuente de desigualdades. Que las diferencias intelectuales no eran producto de la naturaleza sino consecuencia de las diferencias sociales. Esa idea de que una auténtica igualdad de oportunidades solo se logra si todos estudian lo mismo ha llevado a censurar cualquier método de enseñanza que pueda distinguir a los que aprenden más de los que aprenden menos”.
“Eliminados de la escuela el fomento de la memoria y del entendimiento nos quedaría la educación de la voluntad. Por voluntad entendemos la capacidad que tiene cada persona de hacer aquello que quiere o cree que debe hacer. La formación de la voluntad exige, sin duda, sacrificio y disciplina. Pero estas son dos palabras malditas en el lenguaje educativo de nuestro tiempo”.
“El niño ha de ser feliz, ha de serlo desde su nacimiento y a su felicidad no se debe poner límites. Esto es lo que psicólogos y pedagogos han estado mucho tiempo enseñando a padres y profesores. Continuamente surgen nuevos métodos pedagógicos que aseguran que se puede aprender mediante el juego, sin esfuerzo alguno. Métodos que, una y otra vez, padres y maestros aceptan de buen grado pensando que alguien ha conseguido descubrir el jarabe milagroso que les librará de tener que cumplir con la responsabilidad de exigir a los niños”.
“Pero esa pedagogía moderna que ha condenado el valor del esfuerzo, de la disciplina y del sacrificio no sólo puede dejar al joven indefenso ante los problemas y dificultades, sino que puede dejarle incapacitado para tomar las riendas de su propia vida”. Después de lo escrito, a la señora Delibes habría que ponerle un monumento.
Sor Mariví, esa monja a la que admiro, que ya no sé si seguirá viva, me transmitió una enseñanza fundamental: “Saber es recordar a tiempo. Jamás acabarás sabiendo si no has practicado la memoria”. Pero no la memoria selectiva que despliega el socialismo, y que sólo conduce al resentimiento, al rencor, al ‘guerra civilismo’, sino la memoria sobre todo aquello de bueno que nos han legado nuestros antepasados y que sigue siendo perfectamente válido porque es sencillamente eterno.
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