El carbonario Albares y su jefe el mequetrefe
Este cronista ruega un doble ejercicio, tampoco muy estresante. Métanse en el supuesto pozo de sabiduría de Google (a veces es sólo un simulador de cultura) y buceen en la existencia de aquellos pretenciosos, y falsos en su mayoría, liberales napolitanos de siglo XIX que, con la excusa de acabar con todo tipo de absolutismo, dentro y fuera de Italia, articularon una secta secreta, que casi como El Yunque de ahora en España, perpetraban algunas acciones inmorales, crímenes y secuestros incluidos. Los carbonarios pronto viajaron a España, donde Fernando VII, el soberano de la traición, precursor de nuestro preboste actual, se había constituido en un imbécil, traidor, autócrata y hasta asesino. Los carbonarios de aquí, los que eran buenos, se impusieron como objetivo desalojar al citado Monarca del Palacio Real con el aplauso del personal de toda condición, el que más el republicano Riego, el mentor del himno, cuya estrofa más popular rezaba así: «Que tiemblen, que tiemblen/ que tiemble el malvado/ al ver del soldado/ la lanza esgrimir».
Pues bien, recogiendo únicamente lo agradable y benefactor para la libertad de estos carbonarios hispanos del XIX, al gris funcionario de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares Bueno, se le ocurrió, apenas llegado Rajoy a la Presidencia y con García Margallo de canciller español, montar una pretenciosa asociación copiada de Italia denominada, precisamente, Los carbonarios. Estos individuos, en realidad muy pocos y la mayoría cortos de entendederas, se dedicaron a socavar la política exterior del Gobierno del PP, siendo así que, por ejemplo, Albares, hoy ministro de la cosa, era subdirector general del departamento, gracias o la ingenua bonhomía del Ejecutivo popular o, directamente, a su estupidez clamorosa. Albares, tan pequeñito pero revoltoso él de la causa socialista, hacía de funcionario por las mañanas y despachaba en Ferraz por las tardes con el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez Castejón.
Sobre este segundo individuo, el cronista justifica el adjetivo que le aplica en el titular de esta crónica, con un recuerdo al terceto que en su día urdió Calderón de la Barca para referirse a esta suerte de sujetos zascandiles: «Y de este oficio soy jefe/ porque soy el mequetrefe/ mayor que se ha conocido». Y Calderón, como Quevedo, que también se ocupó de estos tarambanas, seguro que supo en su vida de muchos más mequetrefes. Siglos después, por eso lo traigo a colación en esta crónica, ese apelativo es el más agradable con que le obsequian los compañeros de carrera de Albares. Sus actuaciones se cuentan por disparates, aunque no son autónomas, son transcripción cierta de lo que ordena su jefe también mencionado en el verso de Calderón. Si algún curioso pregunta en el Palacio de Viana, quién fue el autor material de carta analfabeta que el Gobierno de España envió al Rey moro Mohamed, los más atrevidos, estén o no en España, la atribuyen a Moncloa. «Es más -dicen- Albares se enteró cuando Mohamed la publicó partido de risa porque habla mejor español que el perpetrador de la misiva». Se tragó Albares el endoso que redactaron los pichilabas asesores del ministro Bolaños, Sanchez le comunicó su giro copenicano sobre el Sáhara cuando ya el mal estaba hecho, y ahora, como a una marioneta del pim, pam, pum, no se le ocurre decir otra cosa que ésta. «Nuestras relaciones con Argelia son sólidas». Ya se ve que no aprendió nada de cómo se las gastan los árabes en sus tiempos de la subdirección cuando tenía responsabilidad sobre asuntos de África. ¿O es que África para Albares está a cinco kilómetros de Toronto, pongamos por ejemplo?
Ahora, encima, no ha acudido a la Cumbre de las Américas, dos continentes achatados por la débil y oscilante gobernación de Biden en el Norte y por la avalancha comunista incluso en Colombia. Lo peor -esto lo aseguran los funcionarios de Exteriores- es que en la Cumbre nadie nos ha echado de menos porque ya pintamos menos en el caso que Trinidad y Tobago. Sin embargo, si existe una nación en el mundo que no pueda estar ausente de una reunión como esa, es España. Curioso: un presidente, el español, que aborda el Falcon para asistir a un sarao familiar en yo qué sé provincia española, no se monta en un avión para apearse un ratito en Los Ángeles, sede de la convocatoria. Pero no; el jefe mequetrefe está en quitarse el muerto de encima volcando sobre el PP la insólita acusación de ser cómplice de las respuestas vejatorias de la República argelina. Un día -aseguran en la actual dirección del PP- se levantará, ordenará que se le ponga delante un micrófono amigo, y proclamará con el mayor de los desahogos: «El PP quiere romper España». Lo hará, lo verán, con dos criadillas.
Al pobre carbonario (en español, carbonero) su jefe le ha triturado, de modo que, cuando le destituya como hizo con el desgraciado Ábalos, con la sectaria Calvo o con el vendedor de humo que atendía por Iván Redondo, el carbonario Albares no podrá aspirar a otro destino que no sea el de maletero del jefe o, si las cosas le vienen rectas, a vicecónsul de España en Bulawayo, Zimbawe. Argelia se dispone a zurrarnos la badana en los próximos tiempos a su estilo, con calma, partido a partido. Primero, nos subirá el gas y luego nos llenará las costas de Alicante de emigrantes enfurecidos. ¡Gran realización del Régimen! Cantaremos todos los españoles o… casi todos, sobre todo los que ya no pueden zamparse un tomate porque se vende a precio de caviar. Tres días faltan para que esto se pueda enderezar. Falta que los andaluces, sabios antiguos, le aticen a este mequetrefe un punch ball a lo Pedro Carrasco, un zurriagazo que le mantenga en pie sólo hasta que él, porque no tiene otro remedio, convoque otro combate: las elecciones generales que le deben mandar definitivamente al hule.