Cañas y barro de la confusión de competencias

opinion-teresa-gimenez-barbat-interior

Estos días he estado siguiendo como todos los españoles las desafortunadas consecuencias de esta “gota fría” cuyo nombre técnico, Dana, hemos adoptado con tanta naturalidad que parece que ya lo conocemos de siempre. Me ha preocupado con qué facilidad se atribuían al “cambio climático” unos fenómenos meteorológicos tan complejos que, en principio, son esencialmente un grado más de la virulencia de unas inundaciones revisitadas en esta época del año. En la Comunidad Valenciana 600.000 personas viven en zonas con riesgo de inundación.

El cambio climático está ahí, pero el lío de la distribución de competencias y normativas locales de edificación y de urbanismo quizá sean el terreno abonado/anegado donde la desgracia tiene más papeletas para hacerse grande. Y, como todos los años, en medio de la cacofonía de voces se hacen notar las que, arrastrando un desaliento de décadas, señalan los peligros de los conflictos competenciales y la necesidad de ser muy estrictos valorando qué zonas son o no son edificables.  A la hora de acudir a socorrer y ayudar cuando el desastre ha ocurrido, las unidades de emergencia han sido ejemplares, pero la coordinación que hemos visto de las distintas agencias no se corresponde con las labores indispensables de los meses previos a un fenómeno que no es ninguna sorpresa. Litigios y conflictos jurídicos entre ayuntamientos, administraciones regionales y confederaciones hidrográficas tienen la culpa.

Existe esa teoría que asegura que lo más sensato es que la administración esté lo más cerca posible del ciudadano. ¿Cómo no dar la razón a quien aduce que quien conoce más las problemáticas de los habitantes de un lugar son precisamente esos habitantes y las instituciones que tienen más cerca? Pero, por desgracia, esos mantras sólo valoran una cara de la moneda, y la presión de los conceptos populistas y de las terminales mediáticas de quienes son beneficiados por ese status quo lleva a que, si hay un debate enquistado, sea precisamente este.

Es en estos momentos cuando nos enfrentamos con los resultados de no mirar de cara a algunos problemas incómodos, cuando voces que normalmente prefieren la discreción del susurro señalan crudamente al elefante en la habitación. Repasando las declaraciones de los afectados estos días, asoma la cara oscura de un hecho que tantos analistas con menos pelos en la lengua han señalado desde que el mundo es mundo. Es, precisamente, cuando la administración está demasiado próxima (y su grado será distinto dependiendo de lo sabrosos que sean los intereses en juego), en un lugar donde se conocen todos y, muchas veces, están directamente emparentados; cuando en la emergencia los más lúcidos comprenden que hay que llevar ciertas cuestiones a una instancia superior, más alejada.  La tentación, el deseo de hurtar unas decisiones del escrutinio independiente puede causar mucho daño.

Y, cambiando aparentemente de tema, lo sucedido en Cataluña puede haber sido una desgracia para los catalanes y los españoles. La parte buena es que, fue tan osado, tan descarado, tan extremadamente gráfico, que nos surte de ejemplos sin fin sobre lo que va en la buena dirección y lo que no. Por amor a una descentralización que ya se convertía en secesión llegamos a ver maravillas como las infaustas Leyes de Transitoriedad, donde al presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña lo iba a nombrar…el presidente de la Generalitat.

Aún me estremezco, pero al final no será en vano tanta desfachatez.

En este país hace mucha falta que el ciudadano –libre e igual- recupere su lugar en el podio de los derechos, que ahora ocupan, desafortunadamente, los territorios. La confusión, el parloteo, el embrollo de las competencias son como los materiales de deshecho, cañas, vegetación, basura y escombros que las furiosas aguas de las inundaciones han arrastrado taponando puentes, vaguadas y cauces y que, al final, han creado parte del desastre. Ahí tienen una metáfora.

Lo último en Opinión

Últimas noticias