Azaña, Sánchez y Felipe VI
Un inoportuno e infortunado confinamiento provocado por el coronavirus tiene retenido a Pedro Sánchez en la Moncloa. Esto le privó del honor de acompañar el pasado 17 de diciembre al Rey Felipe VI al acto de inauguración en la Biblioteca Nacional de una exposición en memoria de Manuel Azaña, “intelectual y estadista”, último presidente de la II República, con motivo de los 80 años de su fallecimiento en el exilio.
Podría entenderse que la presencia del Rey en este acto forma parte de la campaña de promoción de la república que de forma grosera, agresiva y aun calumniosa desarrolla el partido de la cogobernanza con el PSOE y consiente el presidente. Pero si se tiene en cuenta que el 24 de febrero de 2019 el propio Sánchez, tras depositar una corona de flores con los colores de la bandera española en la tumba del que fuera presidente republicano, dijo que «la Constitución restauró los valores de la república de Azaña», la presencia del Rey no sólo no supone ninguna humillación, sino que demuestra su plena legitimidad como Jefe de un Estado democrático cuya forma política es la Monarquía parlamentaria.
En su viaje a Montauban (Francia), Sánchez recordó el discurso de Azaña en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1936 y leyó su pasaje más famoso:»Es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordaran, si alguna vez les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón».
Se dice que Azaña quiso hacer un dramático llamamiento para la terminación negociada de la guerra bajo los tres principios invocados. No fue así. Azaña no habla del presente. Se dirige a las generaciones futuras (“cuando la antorcha pase a otras manos”) para advertirles de que, si alguna vez los españoles se dejan llevar por la ira, la intolerancia, el odio o el apetito de destrucción, que piensen en los muertos, en todos, en los que ya no tienen odio ni rencor y nos envían “el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón”.
El 24 de febrero de 2019, Sánchez no vio o no quiso ver los destellos de la luz, tranquila y remota como la de una estrella, que le enviaba Azaña desde su tumba. De haberlo hecho, después de decir que “la Constitución restauró los valores de la república de Azaña” no hubiera afirmado: “Hoy, 80 años después, no queda duda: humanamente ganaron la guerra”.
El gran error de Sánchez es no haber comprendido que Azaña –aunque lo dijo cuando ya no había remedio- anhelaba una España donde jamás volviera la intolerancia, el odio y la violencia. Olvidó que ese mensaje había llegado a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de la Transición, y a la luz de aquella estrella entrelazaron sus manos para alumbrar la primera Constitución democrática de España, llamada de la libertad y la concordia, que dio respuesta consensuada a los conflictos que en el pasado habían abrasado a España. Por eso, el 6 de diciembre de 1978, al refrendar nuestra Ley de Leyes el pueblo español gritó “nunca más” a las dos Españas y a la dialéctica de vencedores y vencidos.
La faceta intelectual de Azaña es indiscutible. Pero se puede ser un gran intelectual y un pésimo estadista. En otra ocasión hablaré de sus grandes errores. Sólo me referiré al nefasto artículo 26 de la Constitución, donde el Estado, con espurias armas constitucionales, declaró la guerra a la Iglesia. Azaña fue su gran valedor y en su intervención en las Cortes del 13 de octubre de 1931, pronunció esta frase lapidaria: “España ha dejado de ser católica”. Su discurso fue como arrojar una tea ardiendo a un bosque azotado por el huracán. El precepto avalado dio carta blanca a la persecución de la Iglesia por los poderes públicos. Sólo así puede entenderse que en la guerra civil más de 8.000 clérigos fueran asesinados por las milicias de todas las izquierdas revolucionarias (PSOE, PC, FAI) y del independentismo revolucionario (), que a iniciativa de Azaña formaron el Frente Popular para arrebatar a las derechas de manera fraudulenta su victoria en las elecciones de febrero de 1936. El estadista Azaña hizo oídos sordos a la mayoría de los intelectuales de la Agrupación al Servicio para la República, como Ortega y Gasset, Marañón, Pérez Ayala, Unamuno, entre otros, que le advirtieron del desastre que se avecinaba por el sectarismo de preceptos esenciales de la Constitución, una postura sintetizada en el memorable artículo de Ortega «No es esto, no es esto» (El Sol, 9.9.1931).
Respetemos la figura de Azaña. Fue un personaje clave de la historia de España. Pero no lo elevemos al altar de los héroes de la democracia. Lo mejor de Azaña fue su testamento político expresado en su discurso del 18 de julio de 1938, cuyo mensaje impregnó cuarenta años después la Constitución de 1978. Por eso la pretensión de resucitar la dialéctica de vencedores y vencidos mediante la imposición totalitaria de una versión sectaria de la memoria histórica es un hachazo a este último y noble pensamiento de Azaña, que encarna hoy con toda legitimidad y dignidad el Rey Felipe VI.
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